Luego de décadas de inédita apertura, los países de occidente parecen encaminarse hacia un proceso de evidente cerrazón cuyos síntomas se observan en distintos puntos del planeta. Desde principios de 2015, la llegada al continente europeo de oleadas de refugiados sirios y de otros países envueltos en hambrunas y en conflictos bélicos, puso al viejo continente en alerta. Hace apenas un par de semanas, se multiplicó el número de inmigrantes alojados en carpas en las calles de París, luego de que el campamento de Calais (noroeste de Francia), conocido como la “jungla”, fuera evacuado y desmantelado. Mientras tanto, el Mediterráneo se ha convertido en un verdadero cementerio, ya que en lo que va de 2016 se calcula que en sus aguas murieron alrededor de 3.800 personas. En 2015, el número de víctimas fue de 3.771 migrantes. Si bien la cantidad de personas que intentan esta riesgosa travesía disminuyó notoriamente, creció la cantidad vidas perdidas. Del otro lado del Atlántico, la llegada de Donald Trump a la Presidencia de los Estados Unidos endurecerá las políticas migratorias. Si bien muchos pensaron que las amenazas hacia los extranjeros formaban parte de sus bravuconadas de campaña, el presidente electo acaba de ratificar durante su primera entrevista periodística que pretende expulsar entre dos y tres millones de indocumentados. Mientras tanto, en este momento particularmente sensible, la discusión sobre la problemática migratoria también parece haber tomado impulso en la Argentina. Sobre todo, luego de que desde el gobierno del Chaco se levantaran algunas quejas por la cantidad de ciudadanos paraguayos que cruzan la frontera para ser atendidos en hospitales de esa provincia. Pocas horas después de que esta información trascendiera, la ministra de Salud Pública chaqueña, Mariel Crespo, negó que exista una intención de solicitar “compensación monetaria” a los países vecinos, como Paraguay, por la atención de pacientes extranjeros en hospitales locales. Quizá resulte políticamente incorrecto plantear el debate sobre esta problemática en estos momentos. Sin embargo, el tema debe ser analizado en profundidad y sin hipocresía. En primer lugar, no es lo mismo brindar atención en hospitales argentinos a extranjeros radicados en el país o que ingresan al territorio huyendo de guerras o crisis humanitarias, que hacerlo con personas que viven en países vecinos pero cruzan la frontera con el único objetivo de recibir atención sanitaria gratuita. Sobre todo, cuando los mismos ciudadanos argentinos padecen los problemas generados por la falta de recursos y por la superpoblación de pacientes. En la Argentina, existe la falsa idea de que el servicio de salud representa una prestación que no tiene costo alguno. Sin embargo, se trata de una mera ilusión. Alguien paga para que los hospitales funcionen y para que los más desprotegidos accedan a medicamentos y tratamientos. Los que pagan son los ciudadanos a través de sus impuestos. La verdad es que no parece descabellada la posibilidad de que, al menos, se comience a discutir el tema con el gobierno paraguayo. La idea no pasa por repeler a los ciudadanos de ese país o de discriminar a los que ya viven en la Argentina. Pero sí resulta necesario analizar de qué manera se puede compensar el costo económico que indefectiblemente representa el hecho de que, personas que no están radicadas en territorio argentino, ingresen con el sólo objetivo de recibir un servicio gratuito de salud que tanto cuesta sostener.