Rogelio Alaniz
Rogelio Alaniz
Secadas las lágrimas de los lloran su muerte y apagadas las sonrisas de los que la festejan, hagamos un esfuerzo para recapitular el significado histórico de Fidel Castro. En primer lugar, me parece obvio decir que murió un dictador que ejerció el poder de una dictadura a la que calificó de socialista. Para disponer de una imagen aproximada de la temporalidad del régimen castrista, pensemos que cuando llegó al poder en la Argentina era presidente Frondizi; en Estados Unidos, Eisenhower; en Francia, De Gaulle y el Papa se llamaba Juan XXIII. Macri entonces estaba por nacer; Elisa Carrió, Sergio Massa, María Eugenia Vidal, eran apenas un proyecto de vida y yo estaba en tercer grado de la primaria. Según Yoani Sánchez, el setenta por ciento de la actual población cubana no estaba en este valle de lágrimas cuando Fidel entraba con los barbudos a La Habana. ¿Es mucho, no?
Digamos que Castro fue hasta el pasado viernes el sobreviviente de un mundo que había desaparecido. El mundo cambiaba, Cuba cambiaba, pero Fidel continuaba idéntico a sí mismo. El único cambio visible en los últimos diez años fue el reemplazo del uniforme verde oliva por el jogging, porque en lo demás sus obsesiones se mantuvieron intactas. A todos los viejos les puede ocurrir algo parecido, pero no todos los viejos son dictadores y arrastran detrás de sus fobias el destino de una nación.
El itinerario de Fidel no fue lineal, hubo idas y venidas, cambios a los que se supo adaptar con increíble astucia y audacia, pero en lo que mantuvo una rigurosa y absoluta coherencia fue en su concepción del poder al que siempre concibió como absoluto. Fidel llega al poder a través de una alianza integrada por su Movimiento 26 de Julio, el Directorio Estudiantil y el Partido Comunista liderado por Aníbal Escalante. En pocos años ajustó cuentas con todas estas organizaciones, pero sobre todo con políticos que pudieran hacerle sombra. A fines de los sesenta Guevara, Cienfuegos, Abrantes estaban muertos; Huber Matos y Escalante entre rejas; otros habían optado por el exilio. Todas las otras formaciones políticas se “unificaron” detrás de la sigla del Partido Comunista cuyo control quedó en manos de Fidel y su séquito.
El movimiento obrero organizado también fue disciplinado, mientras las milicias se institucionalizaron en un nuevo ejército. La Iglesia Católica fue sometida y sus principales dignatarios encarcelados o expulsados del país; la clase media cubana, una de las más amplias y desarrolladas de América Latina, emigró masivamente. El último sector social con quien ajustó cuentas fue con los intelectuales que en su momento adhirieron calurosamente a la revolución. El caso Padilla, el escritor que fue censurado y obligado a autocriticarse en el mejor estilo estalinista, fue el paradigma de esa ruptura. Una solicitada firmada por Jean Paúl Sartre, Simone de Beauvoir, Italo Calvino, Alberto Moravia, Susan Sontag y Carlos Fuentes, entre otros, daban cuenta de ese divorcio y desencanto.
La justificación de este pasaje de un movimiento antidictatorial con objetivos democráticos a una dictadura, la izquierda la explicitó a través de su clásica argumentación ideológica: la revolución profundiza sus objetivos y los vacilantes e indecisos quedan al costado del camino. Dentro de esos sectores vacilantes e indecisos habría que incluir a troskistas, anarquistas y, muy en particular, a los homosexuales que fueron perseguidos, humillados y liquidados por parte de un régimen en el que, si le vamos a creer a Reinaldo Arenas, muchos de sus jefes eran homosexuales activos o pasivos.
Dos millones de cubanos se exiliaron, algo así como el veinte por ciento de la población, un porcentaje que en la Argentina sumaría -como para que nos demos una idea- unos ocho millones de personas. También esto se presentó como una prueba de firmeza revolucionaria, una decisión que arrojaba a las letrinas de la historia a los contrarrevolucionarios, bautizados en este caso de “gusanos”. Ironías de la historia: esos despreciables “gusanos” a la vuelta del camino se constituirán en uno de los principales financiadores de la gloriosa revolución, enviando desde el exilio remesas de dólares a sus hambreados parientes.
La revolución promovió la reforma agraria, una intensa campaña de alfabetización, programas amplios de salud, iniciativas que en su momento le permitieron ganar el apoyo de amplias mayorías. El liderazgo carismático de Fidel Castro hizo el resto. Sin duda que los sectores más empobrecidos de la sociedad mejoraron su calidad de vida. La personalidad avasallante de Fidel se desborda en todas las direcciones. En Cuba se hará lo que dice Fidel; él es la verdad, él decide lo que está permitido y prohibido, él perdona o condena y su palabra es superior a todas las instituciones. Es un caudillo, un líder, pero también un déspota que presenta a sus excesos y abusos como una virtuosa condición revolucionaria. Se cree eterno e infalible. Su relación con las masas es el vínculo de legitimidad cotidiana. Alguna vez un presidente latinoamericano le preguntó por qué no convocaba a elecciones ya que era absolutamente seguro que las ganaba. Su respuesta fue una lección de liderazgo carismático: “Y quién te dijo que yo quiero votos”.
Su legitimidad se construyó en esa relación entre el jefe y la masa, ceremonia que se celebraba periódicamente en la Plaza de la Revolución con discursos fogosos que podían durar seis o siete horas. Pero esa legitimidad también se construyó a través de eficientes recursos represivos: cárcel o paredón para los disidentes y un régimen de vigilancia de carácter totalitario dirigido a controlar a la población, pero en primer lugar a sus propios colaboradores. ¿Violó derechos humanos? Pregunta de imposible respuesta porque, en la Cuba castrista, los derechos humanos nunca estuvieron reconocidos y, por lo tanto, no se puede violar lo que no existe.
A la hora del balance, la pregunta a hacerse es la siguiente: ¿Fidel deja a Cuba mejor o peor? La respuesta es peor. Cuba en 1959 tenía problemas, entre otros una dictadura como la de Batista, pero que comparada con la que vino luego será un chiste. Más allá de Batista, el desarrollo económico y social de Cuba era comparativamente alto, la “tacita de plata del Caribe”, como le decían mucho antes de que Fidel llegara al poder. ¿Fue el garito de los yanquis? Puede ser, pero sostener que Cuba era solamente eso es mentir; es más, hoy muy bien podría decirse que la explotación sexual es mucho más alta que en 1958.
Es una falacia de los castristas decir que la Cuba de 1958 era parecida a Haití o a Santo Domingo, porque si alguna comparación es posible, habría que hacerla con Costa Rica o Puerto Rico. Y en esas condiciones, el balance cubano es ruinoso en toda la línea. Para hacerla corta, Cuba en 1958 era un país con monocultivo, pero hoy lo sigue siendo. Había pobreza y atraso en el campo pero, por ejemplo, Cuba entonces contaba con una clase media muy desarrollada e índices de analfabetismo muy bajos. Los datos en ese sentido son abrumadores. En la relación habitantes-beneficios, Cuba disponía de porcentajes altos de aparatos de televisión, radios y consumo de libros. Sus carreteras y vías férreas eran extendidas, sus universidades muy bien calificadas, la capacitación de su mano de obra, era alta. En 1958 el PIB de Cuba duplicaba al de España; hoy España suma unos 29.000 dólares anuales y Cuba araña los 5.000. ¿Quedan claras las diferencias entre una dictadura comunista y una sociedad abierta que se propone desarrollarse en clave de un capitalismo democrático?
Conclusión: Fidel Castro se va de este mundo dejando a Cuba más pobre, más degradada, más injusta y más dividida. Lo demás es verso, retórica, jarabe de pico. La historia a Fidel no lo absuelve, no puede absolverlo. Las voces de los ejecutados sin juicio, los lamentos de los perseguidos, encarcelados y ejecutados; los condenados a ser devorados por los tiburones mientras desesperados huyen en balsas precarias; los discriminados, los martirizados, los vigilados y excluidos, los condenados a vagar por el mundo como parias, todos ellos, las víctimas, no pueden, no deben absolverlo.