Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
Varios historiadores se han preguntado por qué Israel es siempre noticia o, para ser más claro, mala noticia. En la región abundan las guerras, los regímenes despóticos y las masacres; en todos esos escenarios Israel está presente en sus versiones más moderadas, sin embargo, la repercusión mundial lo instala como el principal protagonista. Es raro. O digno de estudio. Por ejemplo: desde que se fundó Israel hace casi setenta años hubo por lo menos cuatro guerras regionales, más el crónico enfrentamiento con los palestinos a partir de los años setenta. El número de muertos de esas guerras no lo tengo con exactitud, pero no llega a las cien mil personas.
Visto desde el humanismo más estricto un muerto sería motivo de escándalo, pero en términos históricos convengamos que un total de cien mil muertos en sesenta años es una cifra relativamente baja, comparada con masacres contemporáneas perpetradas en África o en Asia que quintuplican o sextuplican esas cifras en un tiempo muchísimo más reducido. Sin ir más lejos, la guerra del Isis que tiene como centro a Siria ha triplicado y hasta cuadriplicado en pocos años la cifra de víctimas de las guerras de Israel.
Insisto: no se trata de hacer una comparación resignada o macabra, sino preguntarnos por qué esa centralidad de Israel, por qué las principales cadenas informativas mantienen en este país lo que se llamaría una vigilancia permanente, por qué allí el conflicto adquiere un nivel de polémica, de debate tan intenso y amplio, por qué lo que se le exige a Israel no se le exige en la misma proporción a otros protagonistas.
Seguramente, no hay una exclusiva respuesta a este interrogante. Los argumentos religiosos, políticos, históricos, incluso civilizatorios, importan, pero ninguno por sí solo alcanza a explicar esta singularidad. La región en disputa es el centro de las tres grandes religiones monoteístas, pero Israel es al mismo tiempo considerado como un invasor que al decir de una consigna cara a la izquierda y el populismo representa algo así como el portaaviones de EE.UU. en la región. Para el mundo, y en particular para el denominado primer mundo, Israel está sometido a otras exigencias: se lo considera una gran potencia, un país agresivo, expansionista y explotador. Para muchos, es como que sus niveles de desarrollo económicos, culturales y políticos lo hacen más responsable o, según se mire, más culpable.
En este contexto, los palestinos son las víctimas y los judíos los victimarios. Pero no sólo los palestinos. Para la mayoría de las potencias musulmanas de la región Israel es el enemigo, el invasor, al que hay que exterminar. En estos días, el señor Assad, uno de los responsables de una de las grandes masacres actuales de la humanidad, declaró luego de un prolongado silencio que el enemigo histórico es Israel.
Siempre, por un motivo o por otro, los judíos son los culpables. En su momento, el rey Hussein de Jordania ordenó la masacre de palestinos refugiados. Esto ocurrió en el mes de septiembre. Los palestinos organizaron un grupo armado al que denominaron Septiembre Negro para evocar la tragedia, pero su primer operativo militar no fue contra los jordanos sino contra los judíos, en Munich, en aquellas famosas y sangrientas olimpíadas.
El territorio de Israel no es más grande que el de la provincia de Tucumán y allí viven alrededor de siete millones y medio de personas, de las cuales casi un veinte por ciento son árabes. Israel está rodeado de alrededor de cien millones de personas para quienes Israel es el enemigo, concepto compartido y alentado por sus propios jefes políticos, clérigos, monarcas y déspotas. Una ligera mirada sobre el mapa de la región abre el interrogante acerca del “peligro” que podría representar esa “pequeña ínsula” levantada en una región donde lo que abundan son los enemigos y lo que falta, por ejemplo, es el petróleo.
Cuando se observa que Israel es el único país en el mundo cuya existencia políticamente está amenazada, la afirmación o se desconoce o se relativiza. Se dice, por ejemplo, que no es así porque Israel ya es una gran potencia que nunca podrá ser destruida, una verdad a medias que permite obtener conclusiones predeterminadas, ya que una vez más se retorna al argumento del enemigo agresivo y expansionista, violento y criminal. También se insiste en el financiamiento de Estados Unidos o, en algunos casos, en la leyenda del oro judío, argumento caro a los judeofóbicos desde los tiempos de los Protocolos de Sion.
No sólo se minimiza el peligro en el que vive Israel, sino que se subestiman o ningunean sus avances políticos y sociales. Israel para sus enemigos occidentales ya no sería una democracia, y para arribar a esa conclusión se recurre a los argumentos más arbitrarios, como por ejemplo, mencionar anécdotas sobre el rechazo de algunos judíos a los árabes, como si en los países democráticos no hubiera racistas. Por supuesto, estos mismos críticos no dicen una palabra acerca de las reivindicaciones de facciones palestinas -Abbas algo sabe de eso- a Hitler y a los nazis.
Desde 2009, el primer ministro es Benjamin Netanyahu, calificado de ultraderechista y de fascista. Antes de 2009, gobernaban los laboristas, pero entonces los enemigos de Israel no cejaban en sus críticas. Que Netanyahu sea el único mandatario en más de un millón de kilómetros cuadrados elegido en comicios libres a estos señores no les dice nada: ni a los fanáticos para quienes las elecciones son una blasfemia ni a sus críticos occidentales quienes se ensañan contabilizando las inevitables imperfecciones de la democracia israelí (¿qué democracia no las tiene?) para descalificar no ya a un gobierno sino al Estado mismo y a toda la sociedad.
¿Es tan así? Claro que lo es. El poderío económico de Israel, la calidad de sus universidades, su desarrollo tecnológico, la independencia de sus tribunales, los niveles de debates de su Parlamento, las libertades públicas vigentes, no son producto de la casualidad, sino construcciones sociales, iniciativas y decisiones políticas y culturales tomadas por el conjunto de la sociedad.
Con Netanyahu, se puede o no estar de acuerdo, pero no se puede desconocer su representatividad como político y como ciudadano. Él y su familia, sus padres y sus hermanos son exponentes de la cultura israelí. Un Netanyahu, Jonatan, murió en el operativo Entebbe, destinado a rescatar a pasajeros de avión secuestrados por terroristas palestinos; otro hermano es dramaturgo, otro científico. El propio Benjamín es egresado del MIT, fue considerado héroe de guerra y sus opiniones políticas conservadoras se compatibilizan con sus posiciones políticas conservadoras en la línea del Likud.
¿Es de derecha? Seguramente lo es, pero no más ni menos derechista que Rajoy, Cameron, Piñera, Peña o por qué no Macri. La diferencia en todo caso está dada en que un derechista israelí ejerce el poder en un contexto de guerra con enemigos que se han propuesto liquidarlos como nación, riesgo que no corren ninguno de los otros jefes políticos mencionados, mandatarios a los que se los puede criticar pero esas críticas en ningún caso incluye la desaparición de su Estado, “privilegio” que sí disfruta Israel.
La pregunta de fondo a responder es si Israel tiene o no derecho a defenderse. Porque pareciera que incluso la eficacia de su defensa también es motivo de crítica, como si se le reprochase que no se deje vencer. Alguna vez, Ben Gurion dijo que después del Holocausto, Israel no podía permitir que un judío pueda ser asesinado gratuitamente. De eso se trata. Por esa actitud, los judíos son calificados por esa singular astucia de la historia de fascistas.
Por supuesto, los que masacran sin discriminaciones en operativos suicidas, los que masacran en nombre de consignas religiosas o regímenes de poder totalitarios son considerados luchadores del tercer mundo o, en el mejor de los casos, de pueblos que por un camino equivocado luchan por objetivos justos. Es raro, repito. El único lugar en la región donde los árabes disfrutan de libertades, de acceso a los niveles más altos de educación, de derechos para elegir y ser elegidos, es en Israel. Es raro.