Joaquín Fidalgo
Días atrás, un hombre infartado sobrevivió gracias a la intervención del subjefe del Comando Radioeléctrico, Ignacio Carpegna.
Joaquín Fidalgo
Ignacio Carpegna tiene 34 años y es policía desde hace 13. Hoy es subjefe del cuerpo que lleva en la piel: el Comando Radioeléctrico. “Para mí, no es un trabajo. Yo lo haría gratis”, les repite a sus subordinados.
Una noche, a finales del año pasado, “Nacho” salió de su casa en barrio Sargento Cabral y caminó hasta una reconocida pizzería de calle General Paz al 4500. Estaba de franco y pensaba comprar algo para cenar con su familia (su esposa, su hijo de 4 años y una beba de un año y medio), pero cuando estaba llegando al local observó cómo una mujer pedía ayuda desesperadamente.
No dudó, nunca lo hace. Corrió hasta el lugar y encontró tirado en el piso a un hombre sin signos vitales.
“Era un señor de avanzada edad, que no respondía a los estímulos. No había reflejo al dolor. Desobstruí las vías aéreas. Inmediatamente comencé a hacer contracciones en el pecho, para ver si podía reanimarlo. Después de varios minutos, tomó conciencia. Entonces pidió agua. Para ese entonces, yo ya había solicitado a un empleado del bar que llame a la ambulancia. A los cinco minutos, volvió a perder la conciencia. Otra vez estaba sin pulso. Se lo tomé en dos lugares diferentes, por las dudas”, recordó el policía.
“Nuevamente -añadió- le hice las maniobras de RCP hasta que reaccionó. Le pedí que saque la lengua, que se toque la nariz, que sonría. De esa forma, descarté que estuviese sufriendo un accidente cerebro vascular. No era ése el problema. Balbuceando me contó que tomaba pastillas para el corazón y que venía desde Tucumán, manejando, junto a su familia”.
Afortunadamente, los paramédicos llegaron unos minutos después y llevaron al paciente hasta el Hospital Cullen, donde se recuperó.
“Yo seguí con los pasos del protocolo. Le ofrecí dinero a los familiares, un lugar para estacionar. Porque a uno de ellos pudo ir en la ambulancia, pero el resto también tuvo que seguirlos”, señaló el salvador.
Una vez que se calmó la escena, Ignacio compró una tarta de jamón y queso y regresó a su hogar. Acostumbrado a estos incidentes, ni siquiera le contó lo ocurrido a su esposa, que se enteró más tarde, por vecinos. Él tampoco lo informó a sus superiores, que conocieron el episodio de pura casualidad. También fortuitamente llegó la noticia a nuestra redacción.
“Yo me capacité en Buenos Aires, con el Grupo Especial Nº 1. Me prepararon en (maniobras) RCP en el hospital Churruca e hice la reválida con la Metropolitana. Todo fue cambiando. Al principio era: miro, siento, escucho. Se escuchaba el corazón, se miraba si latía y se apoyaba la cabeza en el pecho para ver si sentías. Ahora ya no. Se recomienda presionar los trapecios con fuerza. Si hay respuesta es porque está consciente”, puntualizó.
Ángeles
“Yo fui custodio de los gobernadores, pero después pedí mi traslado. Mi lugar es la calle. Yo me cambio dos horas antes de que sea la hora. Me pongo el uniforme, y me siento frente a la ventana para esperar el móvil que me busca. No puedo hacer otra cosa que no sea el trabajo de policía. Yo soy feliz adentro de un patrullero. Fui instructor mucho tiempo y siempre les decía a los muchachos: nosotros somos el ángel de la guarda de la gente. El ciudadano espera que lleguemos para solucionarle los problemas y tenemos que ser profesionales. Tenemos que saber expresarnos y no equivocarnos cuando actuamos”, señaló Carpegna.
“A mí, me gusta lo que hago. Es mi pasión. Para mí, el ser policía no es un trabajo. Yo lo haría gratis”, aseguró Ignacio Carpegna.
Pero no todos son buenos recuerdos en la cabeza del policía. “En el caso de Nicolás Almada, el chiquito de 6 años que fue asesinado a golpes en Loyola Sur a mediados de noviembre, me tocó a mí trasladarlo en un patrullero. Le fui haciendo masajes cardíacos hasta llegar al Hospital de Niños, pero fue inútil. No sabía que llevaba horas de fallecido, no tenía forma de saberlo porque no soy médico”.
Al filo
En una oportunidad, Carpegna manejaba su automóvil y delante de él otro vehículo salió del asfalto y chocó en pleno bulevar. “El conductor estaba sin signos vitales. Estuve casi cuarenta minutos haciendo maniobras de RCP hasta que vino la ambulancia. Reaccionaba y se me volvía a ir. Al señor lo llevaron consciente al hospital”, recordó.
“Una vez -dijo-, una mujer de mucho peso se atragantó. Estaba en su casa de barrio 12 de Septiembre, en Santo Tomé. Tuve que darla vuelta contra el piso y le hice presión para que largue un trozo de durazno que tenía trabado en la tráquea”.
Finalmente, contó cuando salvó a un suicida. “Hace poco un muchacho se quería tirar desde el techo de un edificio. Traté de hablar. Averigüé su primer nombre para entrar en confianza. Le decía que sí a todo lo que me pedía. Logré subir adonde estaba él, me fui acercando y cuando estaba por arrojarse lo agarré. Quedamos los dos colgando. Cuando lo quise traer, se prendió de cables de alta tensión. Nos podíamos haber muerto los dos. Al final logré arrastrarlo. Fue difícil bajarlo, porque en cada borde trataba de tirarse. Lo esposamos y lo llevamos al Hospital Psiquiátrico”, explicó el policía.
“Cuando yo salgo de casa, no sé lo que va a pasar, pero es lo que me gusta hacer. Yo le digo a mi familia que la amo y me voy. Mis hijos me saludan desde la ventana. A mi compañero, siempre le digo: hoy te hago famoso, y nos reímos”, concluyó.