A fines de los ’90, un experto holandés sobrevoló los Bajos Submeridionales para asesorar al gobierno provincial sobre cómo manejar las inundaciones en la región. “El problema no es el agua, es la falta de planificación”, les dijo, con la autoridad que da la experiencia de enfrentar durante siglos las mareas y tormentas del Mar del Norte, con diques, barreras y compuertas. En Tostado hay algunos productores que no se lo olvidan.
En Santa Fe, los expertos también lo saben y ahora que vuelven las inundaciones, que además van a ser más frecuentes porque el calentamiento global estimula los eventos extremos —también las sequías—, la historia se vuelve a repetir.
Un fragmento del estudio “Gestión integrada de crecidas”, que elaboraron hace algunos años Carlos Paoli (director de la regional Litoral del INA, que tiene su base en Santa Fe), Céline Dondeynaz y César Carmona-Moreno, para la Comisión Europea explica por qué las ciudades suelen tropezar una y otra vez con la misma piedra en la articulación de soluciones de fondo contra las inundaciones. La principal vulnerabilidad es la falta de planificación.
La secuencia comienza así. Cuando llega la crecida, los vecinos y los productores responsabilizan al gobierno (nacional, provincial, municipal) por no haber “previsto” la situación y no haber realizado obras que supuestamente hubieran evitado los daños.
El gobierno tiene la tendencia a actuar en forma reactiva. Se argumenta que la situación es extrema y de una magnitud “nunca vista” o “muy difícil de prever”. No se dispone, en la mayoría de los casos, de una evaluación técnica-económica de la pertinencia o no de las supuestas obras que hubieran resuelto el problema.
En los lugares más críticos, se reclama al gobierno que tome medidas urgentes para “solucionar” los problemas y se proponen obras de emergencia que suelen resultar de dudosa efectividad, difíciles de ejecutar en corto tiempo o con impactos en otros lugares o sectores.
El gobierno se encuentra con el dilema de dar alguna respuesta ante la emergencia, en tiempos que son incompatibles con los de la ejecución de obras con respaldo técnico y define algunas acciones de compromiso o de asistencialismo, que es casi lo único que puede hacer.
Frente a la supuesta falta de respuesta o soluciones, los afectados deciden intervenir por su cuenta, cortando rutas o terraplenes, cerrando alcantarillas, construyendo o elevando terraplenes, excavando canales. Estas decisiones amplifican el impacto de la catástrofe.
En otros casos, son los propios técnicos o autoridades locales los que bajo la presión de los reclamos emprenden estas acciones con las mismas consecuencias.
El epílogo también es conocido. Cuando los grupos o comités comienzan a disponer de conocimiento y ajustan mecanismos de coordinación no tienen fondos para pasar a acciones concretas, aparecen otras prioridades —porque ya pasó la inundación— y las obras hídricas que se habían previsto se postergan. Pero cuando vuelven las lluvias esta “novela” vuelve a empezar.
Los productores de San Jerónimo Norte, Frank y Esperanza le dicen el “cuadrilátero de la muerte” a la franja que está entre la Ruta 70 y la autovía de la 19, porque en los últimos diez meses enfrentaron dos inundaciones consecutivas, con pérdidas millonarias en los tambos y lotes agrícolas.
El camino para salir del “cuadrilátero” es profundizar la planificación, como eje de las obras (no sólo de las de desagües y canales, también de las rutas que terminan “endicando” el agua de lluvia). Es lo que los ingenieros llaman: la gestión integral de los recursos hídricos (necesaria para manejar la falta de agua cuando hay sequía, porque no sirve “prepararse” sólo para los excesos).
En las ciudades, implica contar con planes de contingencia —por ejemplo como en Santa Fe—, planes directores de desagües, que estudien a fondo las cuencas, y un ritmo de obras que no se detenga cuando deje de llover. Porque el agua vuelve.