Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
Mário Soares falleció este 10 de enero de 2017 a los noventa y dos años de edad. Según relatan sus familiares, hasta hace unos meses mantuvo intactas sus condiciones intelectuales y, muy en particular, su pasión por la política, la actividad a la que le dedicó toda su vida, desde cuando se inició siendo un adolescente en las filas del Partido Comunista, para luego disentir con la doctrina oficial de la izquierda y fundar el Partido Socialista, en cuyo nombre ocupó los cargos de canciller, primer ministro y presidente de Portugal.
Soares expresó en los años setenta y ochenta a esa dirigencia socialista que se presentó como una alternativa al comunismo soviético y a cualquiera de las versiones leninistas, diferenciándose al mismo tiempo de las tradicionales derechas en sus versiones liberales y conservadoras. Junto con Willy Brandt, Olof Palme, François Mitterrand, Bruno Kreisky, Pietro Nenni, Harold Wilson y Felipe González, por mencionar a los más destacados, constituyó la renovada versión de la socialdemocracia europea preocupada por presentar nuevas propuestas políticas, resolver la identidad de Europa con relación a la URSS y EE.UU. y dar una respuesta comprometida en clave democrática a las diversas y contradictorias luchas desarrolladas en los denominados países del tercer mundo. Su apellido estuvo muchas veces encabezando solicitadas contra la dictadura militar argentina.
Soares fue la encarnación política del socialismo portugués, una de las figuras emblemáticas de la resistencia a las dictaduras de António de Oliveira Salazar y Marcello Caetano que controlaron el poder durante cuarenta años y la referencia ineludible del Portugal democrático. Su resistencia a la dictadura del Estado Novo le significó numerosas detenciones y exilios. Cuando Salazar se vio obligado a renunciar, en 1968, estaba desterrado en Santo Tomé; y cuando Caetano fue derrocado por los militares -que no estaban dispuestos a continuar haciendo el trabajo sucio en las colonias- también estaba fuera del país y una de las grandes apuestas políticas de la flamante Revolución de los Claveles de abril de 1975 fue saber quién llegaba primero a Lisboa, si el veterano dirigente comunista Álvaro Cunhal o Soares. Finalmente, ese 1º de mayo, una semana después del derrocamiento de Caetano, ambos dirigentes encabezaron la multitudinaria manifestación por la principal avenida de Lisboa.
Su trayectoria pública, como la de todo político, estuvo signada por aciertos y errores y ruidosas controversias. En estos días, voceros de la izquierda trotskista festejaban la muerte de quien calificaban como agente de la CIA, el sicario de los yanquis dedicado a frenar la inminente revolución social que -según ellos- estaba en las puertas de la historia y no se pudo hacer efectiva debido a la maldad de Soares y la insidia de sus patrones imperialistas. Los trotskistas aludían a la amistad política del líder socialista con Frank Carlucci, el astuto y maniobrero embajador norteamericano en Portugal durante esos años. Soares por su parte nunca desconoció esa relación como la necesidad de enfrentar al comunismo para impedir que Portugal se convierta en la Cuba de Europa, salida que, paradójicamente no escandalizaría demasiado. Henry Kissinger, quien llegó a decir que no estaría del todo mal un Portugal comunista destinado a cumplir la función de anticuerpo en Europa, sobre todo para esos políticos burgueses irresponsables aficionados a coquetear con los comunistas.
Grupos conservadores, nostálgicos de la monarquía y fascistas aficionados a Salazar lo calificarán también con los peores adjetivos. En el balance, sin embargo, gravitarán más las virtudes y los aciertos de este político de raza audaz, creativo y capaz de sostener en cada coyuntura alternativas innovadoras y prácticas. Sus idas y venidas, sus inevitables oscilaciones nacidas de la propia complejidad de la política no impiden registrar una línea de conducta que en el balance histórico asoma con bastante nitidez. Soares pertenece al linaje de los estadistas, de los hombres dispuestos a sostener valores y pensar la política desde perspectivas que trascienden los límites de la coyuntura.
La libertad fue uno de los principios que sostuvo contra viento y marea. La libertad contra la dictadura de Salazar y Caetano y la libertad como principio opuesto al comunismo. La democracia, y en particular la república democrática, fue el otro principio presente en su trayectoria. Democracia como reconocimiento a la soberanía popular y democracia como conjunto de instituciones que aseguren las libertades, la alternancia, el pluralismo y los controles al poder.
Capítulo aparte merecen sus decisiones para poner punto final al anacrónico pero impiadoso colonialismo portugués. Su primera consigna fue concluir con la guerra sostenida por el ejército contra los movimientos independentistas de Angola, Mozambique y Guinea. La segunda consigna, fue afirmar el principio de autodeterminación de los pueblos. Finalmente, los procesos de constitución de naciones independientes, tarea difícil, enredada, cargada de conflictos y acechanzas porque a los problemas de la descolonización se sumaban las pretensiones de los soviéticos decididos a transformar a estos países en satélites de la dominación comunista.
La historia de Portugal de los últimos cuarenta años no puede escribirse sin su presencia. Antes de caer la dictadura, Soares ya era una personalidad gravitante, pero a partir de la Revolución de los Claveles su presencia fue decisiva y sin exageraciones podría decirse que estuvo en todas, como oficialista y como opositor, desde el poder y desde el llano.
Socialista por convicción, dispuso de la inteligencia y el talento para entender cómo debía traducirse este paradigma a las realidades de un mundo que no era exactamente como lo había pensado Carlos Marx. Reformista por inspiración y temperamento, siempre creyó en las soluciones negociadas, en las alternativas prácticas y en las virtudes de lo posible más que en los cantos de sirena de lo utópico.
Amigo y compañero de causa con Miterrand, Nenni y sobre todo con Tierno Galván, Alfonso Guerra y Felipe González, ese jovencito de cabellos largos y expresión desfachatada que en el exilio español -en Toulouse- era conocido con el apodo de Isidoro. Sus amistades con los socialistas no excluyeron el diálogo con dirigentes democristianos, liberales, conservadores e incluso comunistas. Mantuvo, por ejemplo, excelentes relaciones con Santiago Carrillo y en el primer congreso del Partido Socialista en Portugal permitió que hiciera uso de la palabra, más una picardía que un acto generoso, porque en realidad el objetivo era que Carrillo sacudiese al comunista Álvaro Cunhal, algo que fastidió a Felipe González que no habló y además se retiró del congreso pronunciando esa frase que en su momento se hizo famosa: “Para Soares, los comunistas ajenos parecen que son mejores que los propios”.
A la hora de consolidar la transición democrática, Soares libró una doble lucha: contra los militares interesados en liderar ellos esa transición; y contra los comunistas que -si bien en un principio acordaron con los socialistas una salida democrática fundada en el Estado de derecho- pronto creyeron que en Portugal se daban las condiciones para una solución parecida a la de Rusia en octubre de 1917. Álvaro Cunhal, inteligente, distinguido, culto y honrado a su manera, alguna vez profesor y dirigente de Soares, estaba convencido de que la alianza de militares, comunistas y masas movilizadas en la calle anticipaban el próximo asalto al Palacio de Invierno. Soares en esos meses se prodigó en iniciativas, debates y alianzas. Por un lado se propuso representar al Portugal “burgués”, pero por el otro libró una lucha tenaz para ganar a las clases populares. Ningún campo de la actividad social estuvo excluido de la disputa: las organizaciones sindicales, el movimiento estudiantil, los movimientos campesinos, el orden económico. Finalmente Soares se salió con la suya. El comunismo fue derrotado. Kerensky esta vez tuvo su revancha; los mencheviques se impusieron a los bolcheviques.