Por Rogelio Alaniz
Por Rogelio Alaniz
El 22 de agosto de 1873 Sarmiento se dirigía en coche a la casa de Aurelia cuando dos asesinos a sueldo intentaron matarlo. Parece que eran matones contratados por sus tenaces enemigos. El atentado no logró consumarse porque a uno de los sicarios le explotó el trabuco en la mano. Sarmiento no se enteró del episodio porque para esa época ya estaba bastante sordo. Después se supo que las balas estaban envenenadas y que el más mínimo roce hubiera bastado para matarlo. “Si me hubiesen sólo rasguñado, mis enemigos habrían dicho que me morí de miedo”, le escribe a Aurelia.
El 30 de marzo de 1875 murió Dalmacio Vélez Sarsfield. Una empleada doméstica le hizo llegar a Sarmiento una esquela de Aurelia: “Ha muerto Tatita”. En el cementerio lo despiden entre otros Avellaneda y Sarmiento. Las palabras de Avellaneda, son circunspectas, de circunstancias, palabras de un político que despide a otro político. Las palabras del sanjuanino están cargadas de afectividad: “Que descansen en paz las cenizas del amigo y las del servidor del país. Con ella desaparecen todo lo que a la fragilidad humana pertenece... adiós viejo Vélez”.
En 1880, en un lapso de tres meses, Aurelia debe presenciar la muerte de su hermana Rosario y de su madre. En los dos casos, Sarmiento está a su lado. En 1885 Aurelia viaja por primera vez a Europa. Estará un año recorriendo sus principales capitales y sus impresiones de viaje serán publicadas en El Nacional y luego en El Censor. El que autoriza estas publicaciones es Sarmiento, que nunca se cansa de decir que Aurelia escribe mejor que él.
La descripción que hace de la catedral de Sevilla demuestra que Sarmiento no exagera cuando pondera sus virtudes con la pluma. “Lo que se ha apoderado de mi espíritu, de mi corazón, diré, es la catedral. La primera vez que fui entré por la nave que conduce al altar mayor. Enseguida, por la oscuridad que allí reina, quedé por unos minutos, inmóvil. ¿Era efectivamente la falta de luz o el estupor lo que me clavó allí? Sólo sé que de ahí he caído casi sobre una reja y que abriendo los ojos me he encontrado con el San Antonio de Murillo, que poco a poco fue destacándose y apoderándose tan completamente de mí que no estoy segura de haber tendido también los brazos confusa y agradecida a la eterna felicidad. Lo que sí sé que las lágrimas vinieron y aliviaron mi emoción que se tornaba dolorosa por lo intensa. Puedo asegurarle que tuve un instante feliz...”.
La separación no impide que se extrañen y se escriban cartas que no son de amor, pero tampoco de dos amigos inocentes. Dice ella: “Cuánto lo extrañé y deseé que hubiéramos compartido emociones que ponen lágrimas en los ojos. No tengo ánimo para contarle mil pequeñas cosas entretenidas que me reservo para detallarlas a orilla de la chimenea, en el próximo invierno en que estaré de vuelta”.
En 1887 Sarmiento viaja a Asunción buscando un alivio a sus achaques. Es su último viaje y posiblemente lo sospecha. Desde allí le escribe a Aurelia una carta en la que se nos revela un Sarmiento alegre, optimista, eternamente enamorado. “Venga a Paraguay y juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida, con un látigo cuando castiga, con sus laureles cuando premia. ¿Qué falta le hacen treinta días para otorgarle seis a un dolor reumático, cinco a la jaqueca, algunos a algún negocio útil y muchos momentos a contemplar que la vida puede ser mejor? Venga pues a la fiesta donde tendremos ríos espléndidos, el Chaco incendiado, música, bullicio y animación. Venga que no sabe la bella durmiente lo que pierde de su príncipe encantador”.
A principios de 1888, Aurelia viaja a Europa y regresa a Buenos Aires en agosto. Sarmiento insiste una vez más en invitarla a que lo visite en su casa que está construyendo en Asunción. Ese mismo mes de agosto, Aurelia viaja a Asunción y se queda hasta fin de mes. Cuando se va, faltan menos de dos semanas para que Sarmiento marche al silencio. Se supone que Aurelia se va porque no quiere presenciar su muerte; se supone que volviendo a Buenos Aires Sarmiento la seguirá; se suponen varias cosas, pero ninguna de ellas es posible demostrar, salvo el hecho elocuente de que ella vuelve a Buenos Aires doce días antes de que Sarmiento muera el 11 de septiembre de 1888.
La despedida de Sarmiento en Buenos Aires fue apoteótica. Todos lo lloraban, incluso algunos de sus abundantes enemigos. Cuando sus restos llegaron en Buenos Aires llovía, era una de sus lluvias persistentes, prolongadas que entristecen la tarde y hacen más sombrío el crepúsculo. Aurelia una vez más estaba sola. No debe ser fácil llorar en soledad al hombre que se amó, cuando toda la ciudad lo llora.
Mientras el vicepresidente Carlos Pellegrini lo despedía calificándolo como el cerebro más poderoso de América, Aurelia estaba sola y como dice Araceli Bellota: “... despedía a la última persona que la amaba en este mundo y al único hombre al que había amado sin medir ninguna consecuencia. Nadie en Buenos Aires pudo o quiso consolarla”.
Entre 1890 y 1910 Aurelia vivirá en Europa. No vive mal; es una mujer rica, pero como ella misma dice: “Es muy duro vivir sin planes y sin futuro”. Algunos problemas judiciales con los parientes le amargan la vida, pero en lo fundamental sabe que su situación económica es sólida y que sus problemas más serios no los resuelve la renta.
En 1910 regresa a Buenos Aires. Le escribe a una amiga: “Vuelvo sin mucho entusiasmo. No encontré lo que fui a buscar. Hace veinte años que partí para esperar la muerte, lejos de mi país, porque no quedaba nadie que se interesase por mí, salvo para lastimarme. Esperé a la muerte con tranquilidad porque ella tiene a los que más quise. Hasta la deseé y logré recuperar ese sentimiento que hacía tiempo tenía oculto en algún lugar de la memoria y de mi corazón. De mi deseo hablo. El mismo que traté de hacer realidad en mi vida sin fijarme en las opiniones ajenas. Lo pagué caro. La muerte no llegó y ahora vuelvo, no porque quiera sino porque no me queda más remedio. En poco tiempo cumpliré 74 años, uno menos de los que tenía Tatita cuando se fue para siempre. Veinte años es mucho tiempo. Tal vez suficiente para que mi recuerdo se haya desdibujado entre los que tanto me hicieron sufrir con su condena. A lo mejor me dejan en paz. Si a Sarmiento lo congelaron en una estatua, a mí muy bien pueden archivarme. Igual que él, prometo no moverme”.
Aurelia vivió en Buenos Aires casi catorce años y lo hizo como una señora distinguida, discreta y elegante. Siempre se preocupó por mantener un perfil bajo, rodeada de sus recuerdos y de los afectos de algunos parientes. Murió en diciembre de 1924. El diario La Nación le hizo su clásica necrológica y, salvo algunos comentarios menores, pocos, muy pocos se enteraron que acababa de morir una de las mujeres más importantes de la política argentina en la segunda mitad del siglo XIX, una mujer que había conocido en detalle cómo se escribió el Código Civil y que puso todo su talento y su empeño para que su amante fuera presidente de la Nación.
La leyenda dice que hubo problemas legales para depositar sus restos, que estuvieron en un lado, después en otro y finalmente fueron depositado en el panteón familiar de los Vélez Sarsfield. Otra leyenda dice que en ese mausoleo perdura la hiedra que Sarmiento había plantado en homenaje a su amiga. Y la leyenda concluye diciendo que el alma en pena de Aurelia está prendida a esa hiedra.