Por Néstor Vittori
Por Néstor Vittori
No hay duda de que a lo largo de miles de años, en todas las actividades humanas que requerían potencia y fuerza física, el hombre tuvo un rol preponderante.
Primero en la etapa cazadora y recolectora, posteriormente en el desarrollo de la civilización agrícola, y luego en las distintas etapas de la Revolución Industrial, la actividad humana fuera del hogar familiar, fue preponderantemente masculina.
En esos contextos, la mujer tuvo un rol excluyente, como madre en la concepción, nacimiento y crianza de los hijos, complementario con el hombre, en la administración y cuidado del hogar y como auxiliar en las tareas productivas.
A medida que el desarrollo científico-tecnológico fue desplazando la prevalencia de la potencia y la fuerza física por el conocimiento y la inteligencia, como principales herramientas de la actividad humana en el mundo desarrollado, la prevalencia del hombre sobre la mujer comienza a perder sentido, y se produce un creciente -y a veces turbulento- proceso de equiparación.
No hay ningún fundamento, más allá de la huella antropológica, para no reconocer la igualdad inteligente entre la mujer y el hombre, y por ende, las capacidades y el justo derecho a competir en igualdad de condiciones y de oportunidades.
La huella antropólógica
Cuando hago referencia a la huella antropológica, me remonto a la cultura histórica de prevalencia masculina, que ha construido sus propias formas institucionales, su plexo normativo, sus hábitos y convenciones sociales, en los cuales el hombre tuvo una marcada prevalencia, construyendo la estructura política, económica y social, en una proporción hoy sin fundamento, como un universo de hombres.
La batalla por la equiparación, que encuentra una aceleración geométrica luego de la Segunda Guerra Mundial, protagonizada por el colectivo ideológico denominado “feminismo”, sin duda ha avanzado fuertemente en el mundo desarrollado, donde la mujer disputa y ocupa de manera creciente los lugares que antes estaban reservados sólo para los hombres, en las estructuras públicas y privadas, llegando a ocupar cargos impensados en tiempos pretéritos. Desde la presidencia de naciones, funciones ejecutivas, representaciones parlamentarias y cargos en la Justicia en sus máximas jerarquías, así como funciones administrativas en los más altos niveles y tareas de conducción en numerosísimas empresas privadas.
Yendo para atrás, podemos afirmar, que las naciones que aún no han ingresado a la modernidad mantienen las viejas prácticas de discriminación y subordinación, aún en las expresiones más extremas como la negativa a la educación, el ocultamiento físico y el tutelaje masculino en cualquier circunstancia de interrelación social.
“Matemos al macho”
El significante vacío -en términos de Laclau- que representa el slogan “Ni una menos” ha abierto un colectivo cuyo significado engloba fracasos, frustraciones, amarguras, rupturas e incapacidades así como reivindicaciones que se identifican en la violencia de género, teniendo al hombre como blanco en la imputación de todas las responsabilidades y culpas.
Me causó mucha extrañeza ver días pasados en una de las tantas manifestaciones públicas de este colectivo, una pancarta que rezaba “matemos al macho” como expresión extrema del rechazo al factor masculino.
También me causó extrañeza y perplejidad, la actitud de las mujeres reclamantes luego del trágico asesinato de cuatro personas, dos mujeres y dos hombres, en nuestra ciudad en la víspera de Navidad, que reclamaban por el femicidio en referencia a las mujeres asesinadas, pero ninguna referencia hacían respecto de los hombres muertos.
Creo que estas actitudes indican, una vertiente xenófoba y excluyente del rol masculino, así como una serie de demandas que están implícitas en la relación humana entre hombres y mujeres, para pretender construir una barrera imposible frente a situaciones imprevisibles e inevitables que terminan en la muerte de mujeres a manos de sus maridos o parejas en extremos que pueden alcanzar a cualquiera de los géneros.
Es razonable la búsqueda de mecanismos institucionales que mitiguen esas posibilidades, pero parece improbable la creación de campanas de protección frente a la furia homicida, que cuando se desata muchas veces supera todas las vallas.
Condenar al hombre por principio de precaución y segregarlo, como en muchos casos se plantea, realmente entraña un retroceso en la consolidación de una cultura de equiparación, en la que se desarrollen los hábitos del compartir, que por supuesto encuentran en la familia la célula básica de la sociedad, que permitirá a través del tiempo sustituir la huella antropológica de autoridad y poder del hombre y de subordinación de la mujer.
La quema de etapas protagonizada por los movimientos feministas fundamentalistas, muchos de ellos vinculados a reivindicaciones puntuales como el derecho al aborto, así como el rechazo a la pareja estable y aún a la vocación uniparental, cuando no inclinaciones lésbicas, a veces representan posturas ideológicas antisistema que aprovechan el colectivo reclamante, para canalizar y hacer públicas sus oposiciones, perdiendo a la larga legitimidad y consideración en orden al objetivo original de equiparación de los géneros en la vida en común.