Por Ana María Zancada
Por Ana María Zancada
El padre Cirilo Zenklusen fue uno de esos seres extraordinarios que reivindican nuestra triste condición de humanos. Hombre santo, cuya vida podría resumirse en una de sus tantas frases, “yo lo ofrezco todo por todos”, que lo definía como lo que era, un hombre que dedicó su vida a una verdadera, sincera y profunda vocación de fe y servicio.
Había nacido el 25 de septiembre de 1928 en Villa San José, descendiente de familia de inmigrantes como tantos y tantos de nosotros, que poblaron estas desoladas tierras con trabajo, sueños y esperanzas.
Pero el joven Cirilo estaba animado por el fuego sagrado de una vocación divina. Su vida en el seminario fue como la de tantos otros jóvenes, pero en él latía un fervor enorme de dar y hacer a través de la Divina Palabra. En diciembre de 1951, se ordena sacerdote y a partir de allí su inmensa fe se convierte en el motor que impulsa su imparable accionar.
Se relaciona con la comunidad de Guadalupe y es designado sacerdote en esa zona de nuestra ciudad. En un comienzo fue recorriendo personalmente las casas de los pocos vecinos que habitaban el barrio. Los domingos la misa se oficiaba en un galpón abandonado de una empresa constructora. De a poco, con paciencia, fervor y férrea voluntad, fue creando los distintos movimientos dentro de la humilde parroquia. Su presencia, su suave, firme y convincente palabra era el motor que aglutinaba, movía y daba vida a la humilde iglesia que crecía en torno de su figura.
Su fe, su convicción de sembrador fueron ganando voluntades y concretando el nacimiento de las innumerables actividades que nacían y crecían gracias a su celo, empuje y obsesión de hacer. Así fue naciendo lo que luego sería la parroquia San Pablo.
El 8 de diciembre de 1969 se colocó la piedra fundamental de la futura iglesia que luego fue incorporando la casa parroquial, los salones San José y María Madre, el equipo de scouts, además de la comunidad de guías. Bajo su celo, nació también el Jardín de Infantes: sus aulas fueron las primeras que frecuentaron nuestros pequeños hijos, guiados por un grupo de excelentes maestras que también “sufrían” las exigencias del celo organizador del sacerdote. Luego, más adelante, una nueva capilla se formó dentro de su parroquia: La Medalla Milagrosa.
El padre Cirilo no descansaba. Así se sumó el Movimiento de Encuentro de Cristiandad para evangelizar a los jóvenes y crear el Movimiento Misionero Parroquial.
Pero en plena actividad, el padre Cirilo se vio abatido por una cruel enfermedad que amenazaba su vida. Ante la consternación de todos sus feligreses, parecía que se terminaba su camino. Pero su inmensa fe, su obstinación, sus enormes ganas de vivir y sobre todo su amor por esa comunidad que él sentía suya hicieron que su vida se prolongase más allá de lo posible. Solamente una voluntad como la suya, abonada por una fe sin límites, hizo que sobreviviese a operaciones, tratamientos y sufrimientos físicos increíbles.
En sus últimos años, ya en silla de ruedas, con dificultades para hablar, seguía siendo la figura querida, convocante y esperada en todas las actividades que se realizaban en la parroquia.
Muy querido, fue precisamente llorado por todos cuando finalmente entregó su alma a Dios, que tanto le había exigido. El dolor de su pérdida fue más allá de su parroquia. Ya su nombre, sus obras, su inmenso sacrificio sustentado y fortalecido en su amor a Dios, había trascendido los límites de su barrio. El padre Cirilo hizo mucho más de lo que un sacerdote puede llegar a conseguir de su feligresía. Los que tuvimos la suerte de conocerlo, los que trabajaron por años a su lado, lloramos su ausencia física, pero un inmenso sentimiento indescriptible de respeto, amor y admiración nos inflama el pecho, cuando nos postramos ante su tumba, humilde reposo de sus restos físicos, teniendo la sensación de su presencia constante en esa comunidad que él formó, ayudado por su inmenso amor e inquebrantable fe cristiana.
El padre Cirilo Zenklusen concluyó su paso por esta tierra hace un año, el 23 de enero de 2016.