Roberto Maurer
Roberto Maurer
"Moisés y los Diez Mandamientos" concluyó en lo más alto del rating, un Monte Sinaí del cual nunca bajó desde que su emisión comenzó en marzo de año pasado en Telefé. La tira bíblico carioca se mantuvo dos temporadas continuadas con pasajes culminantes como el diálogo entre Moisés y Dios en la voz del locutor Cesar William en el original, las plagas dirigidas contra los egipcios, la huida del pueblo hebreo incluyendo la espectacular separación de las aguas del Mar Rojo en noviembre con 26 puntos de rating y transmisión en el Luna Park, y la travesía del desierto durante cuarenta años. Se suma la revelación de los Diez Mandamientos, aún en vigencia, de los cuales pudo ser transgredido el noveno, “no mentirás”, si así se interpreta la defectuosa caracterización del envejecimiento de los personajes mediante maquillajes rústicos y barbas postizas en el apuro por improvisar una segunda temporada que no había sido prevista.
La desaparición de Moisés no fue un obstáculo para interrumpir semejante éxito y no se esperó un solo día hábil para continuar la historia mediante “Josué y la Tierra Prometida”, que no produjo ningún corte argumental, a diferencia de los conceptos establecidos con James Bond y Batman. Al fin, al nuevo superhéroe del desierto lo conocimos de potrillo, tal suele decirse, como hijo de Nun y Amalia criado por Aarón y Eliseba.
El cierre había sido imponente. Moisés dirige un discurso al pueblo, elige a dedo a su secretario Josué como sucesor y se encamina al desierto donde, en la inmensidad de un paisaje asombroso donde a lo lejos aparece el mar, la voz de Dios le anuncia que está frente a las tierras alguna vez prometidas a Abraham que siguen sin escriturar. Moisés se acuesta, dice “estoy preparado, Señor” y cierra los ojos. Aparece una figura envuelta en una túnica blanca, el mismo Dios o un ayudante, y comienza a levantar a Moisés cuando surge de las sombras un personaje sin rostro envuelto en ropas oscuras, una suerte de Ninja llegado del Infierno, tal vez el propio Maligno, y comienza una pelea de karatekas donde se imponen las patadas voladoras de Dios.
Es un lindo nombre
“Josué y la Tierra prometida” elige el comienzo más espectacular, el sitio de Jericó, aunque se le procuró un prólogo titulado “El camino del sucesor” donde Moisés señala a Josué como su heredero, destacando menos sus cualidades espirituales que sus virtudes como guerrero. “Eres desenvuelto con la espada”, “has sido un comandante valiente”, “tú eres el elegido por Dios para ser mi sucesor”, le dice.
“Gracias por la confianza”, responde Josué con la humildad de un Scioli.
Todavía era Oseas, pero Moisés decide llamarlo Josué porque su significado se vincula con “salvador”. Los familiares se miran y aprueban: “Es un lindo nombre”.
El pueblo hebreo ha llegado a Canaán y su ejército cabalga alrededor de Jericó y sus murallas inexpugnables que en los planos generales, a la distancia, parecen tan impresionantes como el tapial de una cancha del ascenso. En su interior, los cananeos la pasan mal, sin comida ni agua. En el Palacio, la Reina de las Serpientes —a quien visten como a la primera vedette de un teatro de revistas de los años cincuenta- está furiosa y maltrata al Sumo Sacerdote por no conseguir la ayuda de los numerosos dioses con los cuales está en contacto, y le pega gritándole “estúpido, inútil”.
De los hebreos saben algunas cosas que los inquietan, por chismes que circulan por el desierto, como la historia del Mar Rojo y el daño provocado a Egipto, “el imperio más grande del mundo que nunca más se pudo recuperar”.
La orden de Josué es la de matarlos a todos, salvo a la chica prostituta que ayudó a dos espías hebreos y cuya muerte presumimos porque el comandante de Jericó, con quien no quiso acostarse, le arroja una lanza que quedó en el aire hasta el episodio siguiente. Finalmente, suenan las trompetas de cuerno de cordero y los gritos de los soldados, y comienzan a desmoronarse las murallas con una facilidad que permite suponer que no tenían certificado final de obra.
Nace un líder
Sigue un flashback, asistimos a una reunión de meses atrás en el campamento de Sitim donde los jefes de las doce tribus, una suerte de Consejo Superior del PJ, debe decidir quién es el nuevo líder, ya que Moisés desapareció en el desierto hace semanas. Los optimistas conjeturan con que se fue a meditar. Pero ya está grande, tiene 120 años y, aunque haya llegado a esa edad con salud y buena vista, como indica la Biblia, se puede esperar lo peor.
Algunos se candidatean, objetan a Josué que ni siquiera sea jefe tribal, y otros opinan que debe elegir el pueblo. “En el fondo sabes que no le llegas ni a los talones a Moisés”, le dicen. Josué no muestra garra, vacila. “Moisés habló varias veces con el propio Dios, y yo soy un hombre común”, afirma.
Pero Josué es elegido, aunque se siente inseguro y poco preparado hasta que su entrañable asistente Caleb le da una clase magistral de liderazgo. “Debes ser más duro con los murmuradores”, es decir con aquellos que dudan del nuevo jefe, “y tomar decisiones imprevistas que sorprendan. Hablar poco, vista al frente, esconder sentimientos” es la fórmula del caudillo: ha nacido un nuevo Josué.
Al final del capítulo Josué vaga por el desierto hablando a Dios. “Déjame oír tu voz, ¿cómo debo actuar? Dame la orientación que tanto necesito”. El cielo se abre y se oye una voz. “Josué...”, empieza, y se corta. Con ese suspenso concluye el primer episodio donde se proporcionó acción y política, mientras se acerca el ardiente triángulo pasional prometido. El supergalán Sidney Sampaio (Josué) será disputado por la orgullosa Samara y la cenicienta Aruna.
Ya se sabe, más allá de las corazas, las túnicas, la grandilocuencia y los decorados de la Antiguedad, palpita con firmeza el culebrón latinoamericano en su versión más infantilista. La performance del sucesor resultó digna de su padrino Moisés: fue lo más visto del día, con 15,6 puntos de audiencia.