
Foto: Archivo
Por Néstor Vittori
Hace algunas semanas nos encontramos con viejos amigos y contertulios, como en otras oportunidades, en la mesa de los jueves del Club del Orden. En las charlas aparecen siempre viejos recuerdos, y esa noche en particular, afloró un tema del cual varios tenían referencias, por haberlo presenciado alguna vez o haber escuchado los comentarios de miembros de sus familias en alguna sobremesa: las riñas de gallos. Probablemente el más entendido en el tema haya sido yo, porque siendo jovencito -diría al final de mi niñez y por cuatro o cinco años- fui criador de gallos y aficionado a las riñas.
Entre los comentarios y recuerdos de algunos personajes de nuestra ciudad que eran “galleros”, Héctor Busaniche recordó muy especialmente a Tito Costa, amigo íntimo de su tío Osvaldo de la Torre. Ambos habían sido galleros y prometió alcanzarme una poesía de Tito dedicada al gallo de riña. Y yo me comprometí a que si cumplía, escribiría una nota y eso es lo que hago en este momento.
Hoy, a la distancia, y dada la evolución de la consideración pública respecto del tratamiento de los animales en su relación con el hombre, pareciera que la riña de gallos -prohibida desde hace muchos años pero practicada clandestinamente desde entonces- es una costumbre bárbara.
Más allá de esta apreciación, creo que la riña de gallos proyectada hacia el pasado es una de las tantas actividades heredadas de nuestro pasado hispánico, que constituyeron el pasatiempo y el modo de diversión de nuestros paisanos, que se juntaban en pulperías, boliches o esquinas, donde se alternaban los juegos de naipes, la taba, las carreras cuadreras, las jineteadas, las corridas del pato, las riñas de gallos y distintas competencias de destreza, como la pialada de potros, la paleteada, la coleada y otras más.
Algunas de esas costumbres que perduraron en sus modos originales, otras con modificaciones resultado de regulaciones y reglamentos, o en la clandestinidad hasta nuestros días, componen nuestra cultura campestre subsistente.
La coincidencia en esas lides de troperos, peones y changarines junto con capataces y patrones, determinaron con el correr de los años -a medida que la migración del campo a la ciudad acreciera las orillas y construyera la marginalidad urbana- que buena parte de esas costumbres se traslade a los pueblos y ciudades, confluyendo en sus ámbitos el criollaje marginal. La relación de muchos gringos o españoles acriollados y los descendientes del patriciado rural, confirmó una relación de amistad y confianza que fue heredera de sus viejas relaciones.
Los recuerdo a Tito Costa, a Osvaldo de la Torre, a Alberto Cullen, a Enrique Escobar, a Martín Cornejo, al negro Peña, en estrecha amistad con don Soria, con el negro Zamorano que era ordenanza del Club del Orden, con los Montesano, tío y sobrino, don Villarreal que era árbitro de las riñas, y tantos otros cuyos nombres ya no recuerdo, pero que se juntaban todos los domingos desde el 25 de Mayo que comenzaban las riñas, en adelante, hasta el último domingo de diciembre, para medir sus gallos.
Las poesía que aquí se publica, retrata como nadie al gallo de riña, que en su fiereza natural pelea hasta la muerte y donde no hay posibilidad de mediar o arbitrar ninguna tregua. Son así desde el nacimiento hasta la muerte. Y hasta tal punto es cierto, y puedo dar testimonio, que los pollitos de la misma saca, al poco tiempo de nacidos, no sé por qué causa, cuando se producía un cambio de clima, ya sea tormenta o alguna refrescada, se desconocían y se agarraban a pelear. Era frecuente el desgarramiento de la piel de la cabeza, que luego había que coserla para que no se murieran.
Es entendible que para muchos, como otras tantas actividades, las riñas sean crueles y repudiables, producto de su sanguinaria violencia.
Pero sin perjuicio de ello, preservan la validez histórica del hecho cultural, donde sobrevive el pasado en el presente y representa clandestinamente una resistencia a la pérdida de las raíces y la memoria para numerosas personas.
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