Luciano Lutereau
Nunca como hoy en día el matrimonio fue concebido como resultado de una elección amorosa. Si se busca al “candidato” para el puesto de trabajo, es porque ya no se lo busca en el amor.
Luciano Lutereau
Ya no es como antes. El amor no es lo que era. Sin duda he aquí un motivo de queja corriente en nuestros días. Y si bien podemos estar de acuerdo con los hechos, lo cierto es que puede haber más de una interpretación para dar cuenta del frecuente malestar contemporáneo.
Al menos, puede haber dos interpretaciones. La primera, a la que quisiera llamar “pesimista”, enfatiza especialmente que el mundo ha cambiado. En las coordenadas actuales del capitalismo, las cosas del amor siempre pueden quedar relegadas. Es sabido que hay empleos para los cuales se buscan postulantes que sean solteros, ya que el vivir en familia implica “arraigo”, “compromisos”, y otros factores emocionales que son un obstáculo para el self-made man. Según estadísticas, este seductor trampolín para el desarrollo personal incluye también a muchísimas mujeres. La realización en el mundo del trabajo ya no es privilegio de los varones, sino que es para cualquiera que esté dispuesto a sacrificar su vida amorosa. Desde hace algunos años las películas de Hollywood no hacen más que hablar de esta cuestión.
Hoy en día no hay nada que no se pueda posponer por el crecimiento en el ámbito laboral. Hombres y mujeres en el consultorio cuentan cómo deben “negociar” con sus parejas antes de aceptar algún ofrecimiento tentador. “No me dejó por otra mujer, sino cuando decidió tomar el cargo de gerente”, me decía en cierta ocasión una paciente.
Y he aquí algo que también se verifica en la modificación (y ampliación) del período adolescente. La adolescencia como etapa de la vida se prolonga ya que los jóvenes de nuestro tiempo primero deben terminar el secundario, luego cursar estudios universitarios y, cuando parecía que constituir una familia era un opción, empiezan a surgir las ofertas de posgrados, la inserción en la profesión, etc., que lleva a que muchas personas (para ya no llamarlas “adolescentes tardíos”) tengan cerca de 40 años y, antes que la preocupación por una vida compartida, se les imponga el miedo de no poder tener hijos (a ellas) o el miedo a quedarse solos (a ellos).
Por supuesto que el párrafo anterior plantea una generalización apresurada; pero mi intención no se basa en el rigor del método sociológico. Mi interés radica en observar algo que puede parecer evidente: para la opinión pública un joven que tiene un hijo fue por algún motivo accidental, o porque se embarazó ¡para conseguir un plan social! Creemos que un joven debería estar pensando en su “futuro”, antes que en armar una familia.
Llamo a esta interpretación pesimista, porque tiene el peso de lo trágico sobre el destino humano. El mundo del capital nos impondría esta elección forzada, una suerte de resignación que sólo queda aceptar. Sin embargo, también hay lugar para una segunda versión del mismo hecho.
Me refiero a que nunca como hoy en día el matrimonio fue concebido como resultado de una elección amorosa. Si se busca al “candidato” para el puesto de trabajo, es porque ya no se lo busca en el amor. Un hombre o una mujer pueden ser “excelentes partidos”, pero eso no alcanza si el deseo no sostiene esa elección. Podría llamar “optimista” a esta fusión entre amor y deseo, pero lo cierto es también es una pieza clave para explicar por qué las parejas no duran.
En una relación, el amor rápidamente cede a la rutina, y el deseo... el deseo es algo demasiado variable como para fijarse en un solo destino. En última instancia, no sólo el mundo capitalista ataca a las parejas, sino que también los cimientos de las relaciones son demasiado endebles. En todo caso, antes que preguntar por qué no duran las parejas, la pregunta debería reformularse en los siguientes términos: ¿por qué una elección tan importante se supedita a componentes tan frágiles?
Aquí es donde puedo causar estupor en el lector. ¡Un psicoanalista que no enaltece el amor y el deseo! En absoluto. Desde mi punto de vista la cuestión es más compleja, y encuentro más conveniente pensar que el amor es un sentimiento de madurez, que sólo después de mucho tiempo se llega a amar a alguien; de la misma manera que el deseo que se confunde con la excitación es más bien pobre, y que ciertas personas que amamos son una invitación a desear antes que el objeto deseado.
En este punto, quizá el problema contemporáneo de muchas parejas se deba más al enfrascamiento narcisista del amor (verse a sí mismo en el otro, como dice la canción de Los Encargados: “Necesito que me ames para poder verme”, antes que ver al otro) y a un deseo débil (basado en la identificación histérica que implica compartir proyectos, hacer cosas parecidas, etc.).
En este sentido, muchas parejas actuales se parecen mucho más a “Sociedades de Socorro Mutuo” que a parejas consolidadas. Aquí es donde ambas interpretaciones se completan, ya que la inmadurez de los jóvenes hace que lleguen a una edad de relativa adultez con fantasías adolescentes del estilo el “príncipe azul” o “la mujer de mi vida”. Mientras el amor y el deseo estén al servicio de los ideales e idealizaciones juveniles (e incluso el psicoanálisis puede reforzar esta posición inmadura con teorías enfáticas de elogio del amor y el deseo) estas dos experiencias de relación no podrán descubrir su rostro más interesante: que el amor es dar (a cambio de nada, “dar es dar” como canta Fito Páez), y el deseo siempre lo es de un objeto perdido. Al reconocimiento de estas modificaciones del amar y el desear es que los psicoanalistas llamamos “castración” y, si una relación de pareja no incluye la castración, sólo le queda esperar su “fecha de vencimiento”.