Luciano Andreychuk
La vieja cafetería convive con la cercanía de la Terminal, el Registro Civil, el tránsito incesante de Av. Rivadavia y los claroscuros de la plaza España. Pese a esa alienación circundante, el lugar se sostiene con su historia, su estética europea y unos pocos parroquianos siempre fieles.
Luciano Andreychuk
[email protected]
Twitter: @landreychuk
Ezequiel Navarra, que vendría a ser como el Messi pero del billar y de otra época remota, mira abstraído la bola de billar y ajusta el taco. Es el campeón argentino de esa disciplina y su tiro debe ser perfecto, punto. Detrás de él, un hormiguero de gente bien emperifollada mira expectante. Todo ocurrió —quizás aún ocurre, porque el pasado es un enigma— en 1938, y la escena de aquella exhibición vive en una foto en blanco y negro encuadrada. Vive. Fue en el mítico bar Tokio Norte.
Y si uno entra a esa cafetería puede ver y sentir que es como un reloj detenido en el tiempo. Con un piso de mosaicos en blanco y negro como tablero de ajedrez; con cinco mesas de billar tapadas con un nylon negro para proteger a los paños del polvillo, y aun más: alrededor de las mesas el piso está carcomido, como picado. Carcomido por el taconeo de los zapatos de los cientos de jugadores que pasaron por allí.
También uno, si quiere, puede autodescubrirse en otra década del siglo pasado, al lado de un parroquiano que se escapó del trabajo para tomarse un vermout; o si se prefiere y se hace un ejercicio de imaginación, se alcanzan a ver duendes invisibles que deambulan por las mesas y sillas.
Pero si se sale del bar Tokio sobreviene el cachetazo de la “locura” urbana. La gente que espera ansiosa que pase el bondi, en la parada de enfrente; la gente que va o viene de la Terminal de Ómnibus, que está a dos cuadras; la que entra o sale del Registro Civil. El tránsito que no para nunca sobre la Av. Rivadavia, con su carril exclusivo de choferes de colectivos o taxis con caras de insufrible hastío.
Los pibes de la escuela Bustos en época de clases; los tristes claroscuros de la Plaza España, con los cuidacoches, algunas mujeres que ejercen la prostitución, los cafishos vigilando, las gitanas pidiendo leer las líneas de las manos. Los comercios, algunas oficinas. Son los no-lugares, o los lugares de paso donde no queda marca ni historia de nadie, sólo la presencia de una ausencia fugaz. Todo lo opuesto al bar Tokio.
—“El boliche va a funcionar mientras yo esté viva. Cada vez que veo la película ‘Cinema Paradiso’ me largo a llorar. Es que pienso, ¿qué pasará cuando esto se cierre? No sé qué pasará. No quiero siquiera imaginarlo”.
Amelia Higa, la dueña del lugar, lo dice con una integridad socrática. Y con una lánguida resignación: cumple 78 este año y presiente en lo íntimo de su ser que no le queda mucho hilo en el carretel de la vida. Nació aquí y de niña ayudaba con los enseres del bar, en la época dorada, a mitad del siglo pasado, cuando sus padres —llegados de Okinawa, Japón— eran dueños, tenían empleados y no daban abasto con la cantidad de clientes que entraba por día. Billar, café, vermout, cerveza. Hoy apenas atiende unos pocos parroquianos por día.
Una historia de entonces
El bar Tokio guarda una estética europea, acaso francesa, a pesar a que su dueña es de descendencia asiática. Es que así lo compró su padre a principios del ‘30, y así quedó. Las cinco mesas de billar sin troneras están custodiadas por separadores apoyabrazos de madera oscura. Hay columnas con vidrios y con los tanteadores de puntos para el billar. Todo está intacto. Las mesas y sillas responden a ese estilo de bar parisino o londinense.
Pero todo empezó en 1915. Yuken Higa, el padre de Amelia, decide dejar la Isla de Okinawa para probar suerte en estos lares, cuando se producían permanentes flujos migratorios a principios de siglo XX. Primero fue a Perú, porque no había en nuestro país un tratado de inmigración para japoneses. Corajudo, entra por la Cordillera de los Andes hasta Buenos Aires.
—“Él (por su padre) siempre comentaba que comía panceta todo el día. Creo que trabajó en un frigorífico”. Amelia nació en 1939 y pasó toda su vida en ese bar. Amelia es memoriosa, como Borges: recuerda con exactitud las fechas, las circunstancias, cómo fue su infancia detrás del enorme mostrador del boliche. Su verdadero hogar es el Tokio.
Por la crisis económica mundial del ‘30, Yuken retorna desahuciado a su país natal. Allí conoce y se casa con Kiku. Unos años después retornarán a la Argentina. Kiku viajó en barco embarazada de la hermana de Amelia. Y Amelia nacerá aquí, en una casona de Av. Freyre. La primera sede del bar Tokio se abrió primero sobre calle San Martín. Unos pocos años después de 1930, su familia compra el actual lugar, sobre Rivadavia entre Crespo e Hipólito Yrigoyen.
Una balanza antigua, un reliquia para hacer Toddy —era un batido frío hecho con cacao— porque los jovencitos la preferían. En las paredes, fotos de los duendes de aquel entonces que ya no están; hay un recorte encuadrado de una nota publicada en El Litoral. Un espejo gigante que anuncia el precio de una marca de cigarrillos, American Club, a 35 centavos. La constancia de la Dirección de Migraciones de Yuken. Las paredes del bar hablan.
La cultura
Las décadas del 40 y 50 fueron la época dorada del boliche. “Se jugaba mucho, pero mucho al billar”, rememora la dueña. “Pasa que en aquella época no había tantas diversiones como ahora. La ‘muchachada’ del barrio venía todos los días. Iban a la escuela, a la plaza España un rato, llegaban aquí y después se iban al baile o al cine, o se quedaban”.
Más cerca en el tiempo, el bar fue escenario de eventos cinematográficos y culturales. En el Tokio se grabó un fragmento de la película “Cicatrices”, en 1999, dirigida por Patricio Coll. Allí dio una charla a los alumnos de la escuela Bustos el escritor Mempo Giardinelli. “No se van a salvar si no leen”, tituló este diario la nota de aquel evento.
En 2009 se realizó un espectáculo de baile-teatro —a cargo del Club de Danza Müller— en homenaje a Pina Bausch, la famosa bailarina y coreógrafa alemana. “Si Pina Bausch conociera este bar se quedaría a vivir aquí, me dijo una vez una artista”.
Y hace unos pocos años se filmó en el Tokio partes de la miniserie “¿Quién mató al Bebe Uriarte?”, basada en la novela de Rogelio Alaniz. El boliche se llenó de equipos de filmación, cámaras, camarógrafos, actores... Y Amelia se quedaba detrás de la barra, mirando nomás.
“Me gustó siempre que se hagan cosas culturales acá. Y pienso que el día en que no esté más el bar, este lugar va a quedar documentado en una película, en una serie o lo que sea”. Amelia Higa es instruida y tiene idea del concepto de trascendencia. Siempre abrió las puertas del bar a actividades culturales o artísticas. Pero hoy ya no: Amelia ya está cansada, y lo dice con cara de cansancio. Prefiere la paz y el silencio del tiempo detenido. Y los diarios y esa luz de movimientos epilépticos que dispara el TV donde ve sus programas favoritos.
Si se sale hacia la locura de la urbanidad que rodea el bar Tokio, uno puede llegar a sentir la sensación de ruptura espacio-temporal. De un lugar detenido en el reloj al ruido de la urbanidad, del pasado al presente. Como en aquel cuento de Cortázar donde el protagonista paseaba por el Pasaje Güemes, en Buenos Aires, salía de ahí y se encontraba como por arte de magia en la Galerie Vivienne, en París. El viejo bar Tokio es un pasaje de un tiempo y de un espacio a otro(s), que cuesta apenas y tan sólo un café.
Clientela fiel
Amelia Higa abre el bar a las 8 y hasta las 18 ó 19, de corrido. Al lugar van unos pocos clientes más fieles que los relojes suizos. Son todas personas muy mayores. El primero que entra, todas las mañanas, tiene 93 años. Los parroquianos “hablan de fútbol, de política, leen los diarios. Lo primero que leen son las necrológicas, quizás para ver si algún conocido ha fallecido. Son costumbres”, describe.