El sistema educativo de la Argentina se encuentra absolutamente paralizado. Y si no se producen novedades poco probables en cuestión de días, todo indica que las huelgas se extenderán a otras áreas de la administración pública nacional, provincial y municipal.
No se trata de un año fácil para negociar en paritarias. En primer lugar, porque la inflación de 2016 superó los cálculos iniciales del gobierno, mientras que la previsión inflacionaria para 2017 permanece en un verdadero halo de incertidumbre.
Pero eso no es todo. Además, un sector importante del gremialismo se encuentra en las antípodas ideológico-políticas de la actual gestión de Mauricio Macri. La política se entremezcla inevitablemente con las negociaciones de la puja salarial. Para algunos dirigentes sindicales, quien está del otro lado de la mesa representa al enemigo.
De todos modos, el problema de fondo es aún más preocupante. El Estado se convirtió durante los últimos años en el principal generador de puestos de trabajo en una Argentina que, lejos de desarrollarse, se acostumbró a una situación de estancamiento combinado con una bonanza ilusoria.
Desde el punto de vista del mercado laboral, la Argentina no genera nuevos puestos de trabajo desde hace por lo menos seis años. Y los que se crearon, por lo general, surgieron dentro del Estado. Se calcula que en las últimas dos décadas, el 10% de todos los empleos cambió de sector: pasó de la producción de bienes y servicios transables, al sector público. En 1996, el Estado captaba al 12% de los asalariados. Hoy, en cambio, llega al 21%.
Es verdad que en ciertas áreas del Estado, los sueldos son bajos. En otras, como en ámbitos de los poderes Legislativo y Judicial, los salarios representan un verdadero despropósito para las posibilidades de un país empobrecido como la Argentina.
En todos los casos, la situación de los empleados públicos suele ser de privilegio si se la compara con lo que sucede con quienes trabajan en el sector privado. Los niveles de ineficiencia que existen dentro del Estado tornarían inviable cualquier posibilidad de supervivencia de una empresa particular.
Los empleados estatales gozan de un cúmulo de derechos que colocan al empleo privado en una clara desventaja, lo que acarrea una serie de consecuencias negativas para la economía en general y el sector productivo, en particular.
Los ejemplos en este sentido resultan evidentes: la cantidad de horas de trabajo, los días de licencia, la falta de sistemas de control de eficiencia productiva, la posibilidad de gozar de una estabilidad laboral prácticamente inexpugnable, son sólo algunos de los beneficios para los empleados públicos.
El año pasado, profesionales de la Dirección de Higiene y Salud de la Provincia de Santa Fe reconocieron que existen numerosas irregularidades en la solicitud de licencias médicas entre los empleados estatales. Lo mismo sucedió desde el Ministerio de Educación. Lamentablemente, aquellas denuncias parecen haber quedado en la nada. Desde entonces, se espera que el gobierno dé a conocer el resultado de las investigaciones que se comprometió a realizar.
El costo de este verdadero desbalance termina recayendo inevitablemente en el sector privado, único generador real de riquezas. Se calcula que sólo el campo aportó al país alrededor de 100 mil millones de dólares en materia de retenciones entre 2003 y 2016.
El Estado debería funcionar como un eficiente administrador de la cosa pública, para favorecer las potencialidades del sector privado. Sin embargo, en la Argentina, desde siempre operó como una carga pesada e inevitable.