Por Marcela Brizuela (*)
Un análisis del trabajo de San Agustín (354-430 D.C.) en los apuntes “El Maestro” (De Magistro)**, nos estimula a valorar su capacidad indagadora. Rodeado de interrogantes producto de un amplio conocimiento y una gran curiosidad, se permitió descubrir muchas cosas que escapan al mundo de los sentidos; tarea que no es sencilla si se atiende al contexto en el que le tocó hacerlo: la época, los prejuicios, la mitología, la multiplicidad de doctrinas y conceptos no probados, pero aceptados como verdaderos.
Por Marcela Brizuela (*)
El parcelamiento agustiniano
San Agustín había heredado los conceptos y discursos que surgieron del Concilio de Nicea (325 d.C.) donde se había impuesto un debate de honda raíz política, pero que además, resultó en una cascada de elementos teológicos conciliadores entre occidentales y orientales. Sin embargo, indiscutible resulta el valor del trabajo elaborado por San Agustín, con relación a los ambages semiológicos, las funciones del lenguaje y las capacidades del signo.
Con respecto al proceso de aprendizaje del lenguaje, mucho se ha escrito y sería muy largo enumerar todas las definiciones. Pero teniendo presente el carácter heterogéneo que reviste “el lenguaje” entre los hechos humanos, contrario a “la lengua” y “el habla”, que son susceptibles de definición autónoma por la homogeneidad de su naturaleza y la tangibilidad de sus signos; podemos convenir en que el lenguaje es un invento netamente humano y que proviene de la necesidad de relacionarse que tiene el hombre con sus semejantes; sus ideas y emociones; sus sentimientos y todo lo que lo circunda. La lengua es el sistema común a todos los sujetos de una comunidad, mientras que el habla, es la expresión individual, la variación distinta que a la lengua imprime en la práctica, la voluntad o la inteligencia de cada individuo.
San Agustín, en diálogo con su discípulo Adeodato, menciona como único objetivo de todas las conversaciones humanas, el “enseñar” (hacer ver) o “recordar”; donde las palabras tienen la eficacia de recordarnos a nosotros mismos o despertar el recuerdo en los otros. Con ese criterio, el hombre de Hipona resta valor al poder de las palabras. San Agustín minimiza la importancia de “las palabras”, porque es un observador crítico del supuesto primer encuentro del hombre con el signo lingüístico, como si el hombre fuera un componente extraño a esa relación. A esa realidad, apunta el estudio de San Agustín cuando le pide al discípulo que muestre el significado de la palabra por la cosa misma que representa y no a través de otra palabra con idéntico significado. Para ello, le habla acerca de la palabra cofias y la capacidad que esa palabra tiene para conocer su significado. Dice que de por sí la palabra no le enseña nada, expresando: “Hasta ahora, no conozco tales cofias; si alguno me las manifestase con un gesto o pintase, o mostrándome cualquier otro objeto semejante a ellas, no diré que no me las ha enseñado, sino que el conocimiento de los objetos colocados delante de mí no me viene de las palabras. Y si estando yo mirándolas, me advirtiesen, diciendo: ‘He aquí las cofias', aprenderé la cosa que ignoraba, no por las palabras que son dichas, sino por la visión del objeto que me ha hecho. Pues no he dado fe a palabra de otros, sino a mis ojos, al aprender esa cosa”. El tema es el objeto y el conocimiento del objeto. Es ver para creer.
Creer para aprender
Se da fe en nuestra vida cotidiana a hechos totalmente desconocidos, como el funcionamiento del reloj electrónico que muestra una realidad de innegable veracidad. Alguien también pudiera preguntar a cualquiera si tiene cerebro, y éste contestar que no sabe porque no lo ha visto nunca, cuando es un hecho que sí lo tiene; y tampoco deberíamos llegar al extremo de tener que pedir a un interlocutor que nos muestre su cerebro para saber que lo tiene.
Nuestras “creencias” influyen en nuestra vida cotidiana, sea por mera credulidad, o por ignorancia; pero no hay discusión sobre: “Si estoy pensando, es que mi pensamiento existe”.
Cuando “los hombres de fe” dicen que Dios existe, lo hacen porque simplemente lo creen, y porque son muy pocos que lo hacen con una cuota de honestidad científica. Pero en el caso de la formulación del signo lingüístico, estamos mucho más allá del amanecer de una creencia, porque todos los actos de nuestra vida tienen relación directa e inmediata con el significado de las palabras, ya que el hombre mismo ideó el sistema tomando como base, al principio, sus propias creencias, y paulatinamente, su conjunto de conocimientos; los cuales una vez obtenidos, divulgados y almacenados, no se discuten hasta que aparezcan las formas de perfeccionarlos.
El signo lingüístico no solamente expresa el significado de las ideas, sentimientos y sensaciones que produce el conocimiento de las cosas, de los actos y de los hechos; sino que tiene la capacidad de multiplicarse en infinitas variantes para transmitir experiencias, y por eso San Agustín puede decir lo que dice. Si el signo no tuviera esa capacidad, no podríamos siquiera hablar. Sin una base “de creencia” en el concepto de las cosas inherentes al signo, no podríamos aprender, enseñar ni hablar; y sin la comprobación experimental atinente a la utilización del signo, tampoco podríamos conocer la validez y poderío que el impacto del signo produce en los demás, lo que constituye una evidencia de su valor.
La luz del hombre
Desde el principio de su existencia, el hombre se perfeccionó en la búsqueda de soluciones para sus problemas, y cada obstáculo superado implicó el perfeccionamiento de la capacidad de sus herramientas. Tal perfeccionamiento no se redujo simplemente a la utilización de armas de caza, también abarcó a su sistema de lenguaje, que incluye a la lengua como fenómeno social, y al habla como el vínculo que enlaza al hombre con la lengua y el lenguaje.
Desde San Agustín hasta la actualidad, mucho se ha podido hablar de la capacidad del hombre para relacionarse con el ambiente y con los semejantes que lo rodean, para generar en conjunto, elementos que lo ayuden a conocer la realidad, suplir sus necesidades y satisfacer su búsqueda de placer. Aun los sordomudos se saben dar a entender por señas para comunicarse, los ciegos buscan sonidos y signos de tacto, y hasta los autistas procuran, a su modo, hacer ver su mundo. En grado extremo, muchos mencionan entre los animales formas inferiores de lenguaje, pero el signo -en el contexto del habla, la lengua y el lenguaje- es el invento humano que une y potencia al hombre como único ser capaz de transmitir experiencias.
Si como dice San Agustín, existe en el hombre un “maestro interior” que le enseñe todas las cosas, aun las que todavía no hemos descubierto, tendrá que hacerlo usando alguna manifestación que el hombre comprenda. Si no lo hace así, el esfuerzo humano encontrará la manera de aprender, tal vez usando “su luz interior”, pero sin eludir el uso del signo, la herramienta que ha perfeccionado y sigue perfeccionando, para lograr lo que desea.
(*) Lic. Comunicación Social (Uner). Twitter: MarceBri_OK