Por Luciano Lutereau (*)
Por Luciano Lutereau (*)
En nuestros días, los casos de violencia de género son cada vez más frecuentes. El trabajo de visibilizar los modos de abuso y maltrato de hombres a mujeres es una tarea que requiere una dedicación permanente. Y también atender a un aspecto que, desde mi punto de vista, es fundamental: la delimitación de aquellos casos en que la violencia es demasiado visible como para que la veamos. En estos casos, no se trata de un proceso de develamiento de lo oculto, sino de localización de lo manifiesto. Intentaré explicarme mejor.
Desde los medios de comunicación, hoy en día, se hace especial hincapié en la violencia física o simbólica que practican los hombres sobre las mujeres. En ambos casos, se trata de situaciones de agresión. Sin embargo, no toda violencia es agresiva (aunque parezca una paradoja). Me refiero a aquellas situaciones en las que se pone en juego una manipulación subrepticia, que fundamentalmente se expresa a través de inducir culpa en el otro, pero también a una coordenada particular que quisiera explorar en lo que sigue.
Es habitual que la denuncia sobre el hombre violento recaiga sobre aspectos negativos de su persona, pero también existe el hombre perfecto... y éstos son los peores. Siempre me llamaron la atención esos casos en que algunos hombres pueden tener una vida en la que son maridos ejemplares, y de manera simultánea tener una doble vida, o relaciones que ni siquiera son las temidas infidelidades (sino, por ejemplo, el hombre casado con una mujer que desarrolla un vínculo homosexual con otros hombres), es decir, son casos en que antes que la aparición de rasgos negativos lo que se realiza es una escisión de la persona. Las mujeres suelen dar cuenta de estos casos en los siguientes términos: “Nunca me imaginé algo así, no lo reconozco”. Incluso recuerdo el caso de una mujer que me dijo: “Yo pensaba que me engañaba con una compañera de trabajo, no que lo iban a ver con un taxi boy”.
De este modo, podría trazarse la distinción entre el “varón violento” y el “varón disociado”. En el primer caso, habría que distinguir también entre una relación violenta y la misoginia constitutiva del deseo del varón. “Te amo porque te odio”, como dice la célebre canción de Madonna, es una verdad de la vida amorosa que sólo la moral publicitaria (que cree que el amor puede prescindir de su contrario) se atreve a desconocer. Toda relación amorosa implica conflicto, y cuando aspiramos al ideal de un amor puro sólo encontramos el retorno más furioso de lo que todo ideal impone: la perversión.
El “varón disociado” es una de las formas más complejas que toma la masculinidad en nuestro tiempo o, mejor dicho, una de las formas de “destitución masculina” (de acuerdo con la noción que elaboré en mi libro “Ya no hay hombres”) que más cuesta pensar. Mientras que los casos de femicidios son un impulso para prevenir contra el varón violento, con el riesgo de idealizar la relación amorosa y estigmatizar todo conflicto de pareja como “violencia de género”, el varón disociado sigue siendo un problema. No es un caso de violencia invisible, sino que es la manifestación a la luz del día de una posición perversa. Siempre los perversos tienen manos gentiles, y esto es lo difícil de reconocer.
Uno de los desafíos más importantes para quienes nos dedicamos a pensar la cuestión de género, es no caer en estereotipos: construir la imagen del hombre violento sin matices y no tener en cuenta la violencia constitutiva de todo vínculo social puede llegar ser una justificación indirecta de la violencia a través de la localización de un “chivo expiatorio”. Por eso, a la noción de “varón disociado” no la consideramos un tipo de hombre, sino un modo de relación que incluye también a la mujer que, en ese vínculo, puede sostener la posición “no creer en lo que ve”.
(*) Doctor en Filosofía y Magíster en Psicoanálisis (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante” y “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina”.