Por Estanislao Giménez Corte
Por Estanislao Giménez Corte
“Los lectores son viajeros; circulan por tierras extrañas, nómadas dedicados a la caza furtiva en campos que no han escrito (...) la lectura no se garantiza contra el desgaste del tiempo (...) no conserva la experiencia lograda (...) y cada uno de los lugares por donde pasa es una repetición del paraíso perdido”
Michel de Certeau, 1990
I
La idea, visión o existencia de una terra incognita abunda en diversos y hermosos libros, de maneras más o menos indirectas, sugeridas, laterales, marginales. Las distancias, disparidades y épocas de ciertas obras, que se amontonan ahora en la memoria -caprichosamente-, parecieran minimizarse y reducirse ante la emergencia de una idéntica sensación desprendida de sus páginas: el sentimiento de perplejidad frente a la aparición de algo no conocido. Todo se habría originado, lejanamente, en la necesidad de trazar límites y de establecer fronteras, de pensar y representar el espacio y el tiempo pero como posibilidad de atravesarlos: en la trabajosa confección de mapas con vastas zonas de puro enigma. Los cartógrafos, alguien lo recordará, calificaban con aquella construcción de sesgo poético a los territorios no explorados por el hombre. Lo que estaba “más allá” (del alcance de la vista o del saber) generó durante siglos especulaciones atemorizantes y la aparición de una suerte de mitología de lo desconocido: así fueron señalados sitios en los que presuntamente habitaban criaturas fantásticas y peligros sólo presentes (lo sabemos ahora) en la imaginación de los navegantes y en las paranoias de las épocas.
II
Pero la lectura figurada de una terra incognita nos permite salir de los mapas e ingresar en las artes y en las ciencias, con similar temeridad y un cierto paso errático, que tiende a la imitación de los que supieron dar como valiente gesto inaugural los aventureros de otrora. Las descripciones, las enumeraciones y aun los personajes de distintas obras de ficción “se encuentran”, entonces, en esta suerte de repetición y de síntesis: la terra puede concebirse como un descubrimiento que combina en porcentajes equivalentes la maravilla y su reverso (llamémoslo provisoriamente desilusión o desazón; o la pavura ante lo que no sabemos). Así, ésta es, simultáneamente, la expectación temerosa y el deseo de entrar; la pulsión por subir y el riesgo de caer (con estrépito); el ansia por desembarcar en algún lugar, por tocar alguna tierra o algún cuerpo; la amenazante imposibilidad del regreso (al hogar o a unas personas); la adrenalina de experimentar un estado desconocido en nuestra mente o en nuestros nervios; la experiencia traumática de vivir un proceso cualquiera por primera vez (de hacer, de sentir, de decir algo nuevo; desconocidas para nosotros, además, sus consecuencias).
Si pensásemos en ejemplos posibles, allí están las “puertas de la percepción” de Huxley (la terra como expansión de los sentidos); el Ulises/Odiseo de Homero y el descenso de Virgilio y Dante (la terra como travesía); el atormentado capitán Kurtz que avanza en el denso río oscuro (narrado con una “maestría de lo siniestro” por Conrad). El propio Joseph K. de Kafka que, desesperado, ingresa en los pasillos del infierno administrativo sin saber qué, porqué o cómo, y quizás sospechando que nunca recibirá respuesta alguna (una terra como consecuencia de una enloquecida organización humana que, por sus propias dimensiones, se torna inmanejable y morosa). Pero, fuera de la ficción, contaríamos con la “eureka” de Arquímedes; con la manzana de Newton (si creemos en tal anécdota); con la América de Vespusio, como ejemplos de una terra abierta a fuerza de trabajo, inspiración o terquedad.
El conocimiento de esta terra se abre a medida que avanzamos, a tientas, como en el poema de Borges: “la penumbra hueca/exploro con el báculo indeciso”. La terra no es un viaje. O, mejor dicho, no es un viaje físico, pero puede ser uno espiritual o intelectual (o ambas cosas a la vez). Es un ingreso; es una percepción; es una experiencia. Montaigne, en uno de sus bellos escritos, sentencia que la mejor forma de viajar es recorrer su biblioteca, encerrado, tras su “retiro del mundo” a los 38 años. Es la idea paradojal del viaje como inmovilidad: “(...) un ansia de experimentar lo inalcanzable sin moverse de su sitio”, escribe a propósito Ezequiel Martínez Estrada, en un extenso estudio preliminar a la edición de los “Ensayos”. Una idea que podría verse como negación de la creencia de Hudson: la del “impulso errátil como vestigio ancestral”.
Las religiones, creo entender, repiten que las epifanías (el conocimiento de lo “verdadero” de la mano de la divinidad) suponen “entrar en el misterio”. Ese misterio puede verse, también, como una terra a alcanzar o a comprender. De tal forma, el conocimiento y la literatura, las artes pero también las ciencias, las religiones y los viajes, en un inmenso arco inclusivo, podrían suponer un acercamiento al territorio desconocido, en el que se agazapan descubrimientos o peligros; una encerrona, un camino sin retorno o un hallazgo. La lectura es, claro, un ejemplo válido en este sentido: abrir un libro es dar un primer paso en tierra virgen o salvaje.
III
Aun en contra de toda una literatura en boga al respecto, que sostiene livianamente que la gente “no lee”, creemos que la lectura pausada puede observarse como la oposición natural y necesaria a la navegación de superficie y al clickeo histérico, signos de nuestro tiempo que emergen como usos sociales (de las redes).
Entendemos -asimismo- que éstas no son categorías que se anulan -que deben y pueden coexistir-. Muchas veces, estas prácticas sociales impiden u obturan la concentración necesaria para cualquier proceso de la creatividad o de la inteligencia. No somos “apocalípticos”, claro: las tecnologías pueden considerarse extraordinarias herramientas a explotar. Pero las podemos observar o concebir como un complemento, recurso o mecanismo; como “prótesis” o “muletas”, dirían Eco y Freud, que potencian, mejoran o profundizan otras facultades humanas que no pueden ser sustituidas por lo técnico: la imaginación, la asociación de ideas, la invención o elaboración de hipótesis o argumentos. En ocasiones, el uso de la tecnología no está precedido por la pregunta elemental respecto de qué queremos hacer con ella. En cualquier caso, insistimos, unas y otras operaciones deberían ser complementarias, no excluyentes. Nos guía, en esta sección que iniciamos, la pretensión de pensar la cultura como la amplia posibilidad de un ingreso a la terra incognita de los saberes, los placeres y las experiencias. No entendemos a la cultura como clase (alta, baja, media), ni como exotismo, ni como elitismo o afectación; no la concebimos como una “orientación espacial” (dónde está la cultura), ni como ideología política (los diversos ismos), sino como una praxis individual o colectiva; como posibilidad de elevación de los sentidos y del intelecto, a menudo a partir del placer (por saber, por conocer, por entender), porque el mundo de lo sensible no debería oponerse al intelectual. Hay, a propósito, una maravillosa frase de Aristóteles: “Nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos”. De la literatura a la gastronomía, de la tecnología a la arquitectura, de las ciencias duras a la poesía hay, aquí mismo, detrás de esta puerta que empujamos ahora, una hermosa posibilidad. Allá vamos.