Por María Teresa Rearte
Por María Teresa Rearte
No es mi propósito responder a controversias que puedan plantearse con relación al tema de esta nota. Sino en la medida en que me sea posible, deseo poner de relieve el núcleo del testimonio bíblico. Quien haya leído el Nuevo Testamento puede advertir que hay dos tipos diferentes de tradiciones de la resurrección de Jesús: uno, el primero, al que podemos llamarle confesional, y otro, el segundo, que corresponde a la tradición narrativa.
Para el primer tipo, me remito a los versículos 3-8 del capítulo 15 de la Primera Carta del apóstol Pablo a los Corintios. Para el segundo tipo tenemos los relatos de la resurrección contenidos en los cuatro Evangelios. Ambos tipos tienen orígenes diferentes, tanto como significaciones y propósitos que también difieren entre sí. No obstante, todo tiene importancia para interpretar el núcleo del mensaje cristiano.
La tradición narrativa relata cómo los discípulos de Emaús, de vuelta a Jerusalén, recibieron este anuncio de los once: “El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34). Posiblemente este pasaje sea el más antiguo texto sobre la resurrección que conocemos. La tradición comienza con proclamaciones que se irán consolidando en las asambleas de los discípulos. Y darán forma a la profesión de fe, que constituye el fundamento de la esperanza cristiana. En ese proceso se desarrolla también la confesión que el apóstol Pablo conserva en la Primera Carta a los Corintios en el pasaje antes citado. Donde da cuenta de que se trata de una tradición de la Iglesia y que él la transmite con fidelidad. Como también refiere que la intención que lo anima es la de preservar el núcleo del acontecimiento en el que creen los cristianos, sin el que el mensaje y la fe no tendrían sentido.
La tradición narrativa crece por el deseo de aproximarse a los hechos y conocerlos más en detalle. También por la necesidad de los cristianos de defenderse de las sospechas y los ataques que se presentan. Así se va logrando una tradición meditada de los evangelios. Cada una de las tradiciones tiene su propia e insustituible significación. No obstante, hay una jerarquía entre ambas. La tradición confesional está por sobre la tradición narrativa. Es la regla de toda interpretación.
Siguiendo a San Pablo, con sobriedad él empieza con la muerte de Jesús. Y sigue con dos complementos que añade a la noticia: “Cristo murió”. Uno de esos complementos dice: “según las Escrituras”. El otro afirma, “por nuestros pecados”. Al decir “según las Escrituras”, relaciona el acontecimiento con la historia veterotestamentaria de Dios con el pueblo elegido. Lo que demuestra que la muerte de Jesús pertenece a la historia de la salvación. No es un hecho librado al azar. Sino que responde a una lógica. Tiene un significado. Proviene de la palabra de Dios, se entrelaza con ella y la plenifica.
En cuanto al Credo que profesamos los cristianos, éste reconoce una palabra profética (Is 53, 12; también 53, 7-11). De este modo, la muerte de Jesús está claramente al margen de la muerte como maldición que tiene su origen en la presunción del hombre de querer ser como Dios. No es una muerte que provenga de la justicia divina por el pecado del hombre; sino que es de otro género. Es la realización de un acto de amor, que no se origina en la sentencia divina que expulsa al hombre del paraíso. Sino que es el cumplimiento de un acto de expiación, que trae consigo la reconciliación.
En la cita bíblica se lee que “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras” (1 Cor 15, 3). Y añade: “fue sepultado” (15, 4). Lo que se comprende en el contexto de lo que precede y lo que sigue a la muerte de Jesús: que fue depositado en el sepulcro. Que descendió al mundo de los muertos, a los infiernos tal como lo profesamos.
En orden a la fe en la resurrección de Jesús quiero hacer notar que no se la interpreta como el milagro de un cadáver que es reanimado. Lo que de algún modo encerraría cierta actitud despectiva. Y hasta inhumana, que pretendería negarle a Dios el poder de actuar en el mundo.