Ignacio Andrés Amarillo
Ignacio Andrés Amarillo
El de Nicolás Sorín es un derrotero muy particular. Se formó en la música académica (realizó las bandas sonoras de varias películas de su padre) y se desarrolló en el jazz, haciendo cumbre con el Sorín Octeto. Buscando una formación alternativa generó un “octeto B” que terminó deviniendo en Octafonic, la formación en la que se juega por una herencia rockera que no desdeña aprendizajes anteriores.
Alguno que gusta de explicaciones extramusicales atribuirá la nueva exploración a su maridaje con Lula Bertoldi de Eruca Sativa (una de las guitarristas invitadas en el primer disco de Octafonic; el otro fue Hernán Rupolo, por entonces en la Connor Questa, compañero de banda de Marilina Bertoldi). Y quizás haya algo de cierto: ambos ganaron musicalmente del encuentro, ella con arreglos para “Huellas digitales” y él con más inserción en el “ambiente” del rock emergente.
Pero trascendamos las coyunturas: ¿Qué pudo encontrar Sorín en este viraje? Siendo los dos géneros centrales de la música del siglo XX, el jazz orientó su trabajo a la complejidad armónica y a la expansión melódica (a partir de la improvisación), mientras que el rock quizás sea (junto con la música académica electroacústica y la electrónica bailable) el ámbito de mayor exploración en la manipulación de las texturas sonoras (de la búsqueda de la distorsión valvular y los primeros pedales analógicos al uso de Pro Tools en vivo).
Y por ahí quizás pasa la cosa: Octafonic es un proyecto de texturas, de timbres, de figuraciones rítmicas cambiantes. Una iniciativa de músicos de jazz que dieron vuelta la tortilla sumando a rockeros puros como Rupolo o Mariano Bonadío, que tanto secunda a Sorín en las voces (distorsionadas hacia la guturalidad o mecanizadas hacia lo electrónico) como lo acompaña percusivamente al baterista Ezequiel “Chino” Piazza, disparador de métricas potentes pero enriquecidas. A esos cruces se suma el de los teclados de Sorín (esta vez solo, ante la ausencia de Leo Costa, reemplazante a su vez de Esteban Sehinkman) con la sección de vientos (Leo Paganini en saxo tenor y Francisco Huici, en saxo barítono). Completa la formación Alan Fritzler, en bajo eléctrico, quien aceptó el desafío de tomar la posta de Cirilo Fernández, ahora al frente de Fernández 4.
Intensidades
Así llegaron esta semana para inaugurar los Lunes del Paraninfo. Los precedieron las palabras del secretario de Cultura de la UNL, Luis “Yiyo” Novara (en ocasión del fallecimiento ese mismo día de uno de los fundadores del ciclo en los 80, Yayo Milanesi) y la actuación de Copánahue, una banda con alguna búsqueda experimental o fusionística.
Trajeados, con su líder y compositor coronado con el característico sombrerito, salió el octeto que hoy se integra con siete (“no la pegamos nunca con el número, llegamos a ser nueve”, diría más tarde Nico). Arrancaron con la enérgica “What?”, que fuera adelanto de “Mini Buda” (el segundo disco, de 2016): un explosión a lo Rage Against the Machine, cortada con diálogos y cambios rítmicos. Siguió la cruzada “Plastic”, un ejercicio jazzístico envuelto en la fuerza de las guitarras y las voces procesadas que se van “hardcorizando”.
En esta cuarta visita volvieron como en la primera (en Luz y Fuerza) a una sala con butacas, por lo que el frontman invitó a bailar libremente a los que “movían la patita”. “Mistifying” llegó con el bombo en negras, para menearse como en una discoteca, yendo de ahí a “Nana Nana”, con su comienzo imposible de bailar sin convulsiones, sus rimas al gusto de Lewis Carroll y el primer juego “directorial” de Sorín apurando a los músicos.
“Over” arrancó allá abajo, melancólicamente en los teclados, para hacer un crescendo expresivo hacia la guturalidad y la escencia rockera, para entrarle después a “Welcome To Life”, abriendo capas de ostinatos en piano con Piazza dibujando figuraciones orgánicas. La apuesta se redobló con “Monster”, con su letra mántrica, su beat imbatible, los vientos a pleno y Rupolo tirando líneas melódicas. Sorín desafió a la banda a “caer” varias veces. “Perdón, Jefe”, le dijo el Tanito Bonadío cuando se corrió ligeramente. Parate temporal para que Piazza, una de los bateristas actuales más admirados en diferentes “palos”, haga un solo y reciba aplausos. Ahí lo secundaron los saxos, que se divirtieron con él hasta la entrada del resto (Sorín con su proberbial musculosa negra) para rematar finalmente la canción.
Orquestaciones
“Wheels” trajo una paz transitoria en sus ostinatos de guitarra (retomado luego en otros instrumentos), que se terminó en la primera subida grunge, para rematar bien “podrido”. “Vamos a bajar un poco, estamos muy alterados, muchachos”, dijo Nico después de los aplausos, antes de entrarle al mid tempo de “God”, para pasar luego a la sincopada “Love”, que crece desde los teclados hacia la orquestación.
Llegando al final, y después de saludar al productor Chengo Altamirano por su cumpleaños, llegó la presentación de los integrantes, el reto por bailar poco y la presentación de “Sativa”: una canción de amor (no casualmente), con un beat bailable y mutante y un momento disco en los saxos.
Ahí se produjo la habitual salida “mentirosa”, con el juego del reclamo del público por más canciones. El mantra con el abre “Mini Buda” llenó el recinto, figuras en la oscuridad abrieron sus manos en meditación, para ascender hacia lo implacable de su estructura. La despedida fue con la densidad electrónica de “Slow Down”, que evoluciona hacia algo parecido a System of a Down, con Bonadío aportando alaridos, previo paso por un piano a lo Amy Lee.
Así, con la energía bien arriba, la tropa se retiró, dejando a los presentes para que tomen conciencia de que al día siguiente era martes y la ilusión musical acababa de terminar.