Por Luciano Lutereau (*)
Por Luciano Lutereau (*)
El miedo es un afecto privilegiado en la infancia. No obstante, no se trata de un afecto unívoco. E incluso un mismo temor puede tener diferentes sentidos. Tomemos un caso paradigmático: el miedo a la oscuridad.
Es corriente que el primero de los miedos sea el miedo a la oscuridad. En efecto, suele ocurrir que tarde o temprano los niños acusen recibo de este temor. Sin embargo, puede tener derivaciones muy diferentes. En ciertos casos, el miedo a la oscuridad es esperable e incluso “natural” (si algo puede serlo en el ser humano). Es la expresión de la primera inscripción de lo “extraño” en el niño. Por ejemplo, todos hemos visto a esos niños que antes de los tres o cuatro años deambulan de un lado para otro y entran en casas ajenas sin que ningún reparo funcione como un dique... hasta que, llegado un momento, al entrar en un lugar desconocido, no se despegan de las piernas de sus padres. En este punto, la estructura de lo “extraño” ha comenzado a funcionar para el niño. Y esta estructura se manifiesta en las más diversas situaciones, como la de suponer un espacio diferente en el que habita una presencia inquietante (la de aquello que es “no yo”): en lo oscuro puede estar el monstruo del armario, o los duendes debajo la cama, etc. En última instancia, el miedo a la oscuridad suele ser la antesala de una interpretación antropomórfica que sitúa algún monstruo que, eventualmente, puede “devorar” al niño.
De este modo, el miedo a la oscuridad es una de las formas de la elaboración de la angustia oral en la infancia. Y es la manera en que el destete (que no consiste simplemente en el hábito alimentario de dejar la teta) termina de consolidarse para el niño. Para que un niño sea “destetado” tiene que atravesar el miedo a ser devorado que implica la proyección de la pulsión oral en el espacio exterior. Es algo que puede verificarse en el interés de los niños por los cuentos de hadas, en que no se trata de otra cosa más que del lobo, la bruja y otras figuras amenazantes que, desde lugares oscuros y remotos, se hacen presentes para “comerse” a los niños.
Sin embargo, en otras circunstancias el miedo a la oscuridad tiene otro tenor. Me refiero a un caso que supervisé recientemente. Se trata de un niño que hacia los diez años todavía tiene miedo a dormir solo y no le gusta quedarse a oscuras en la cama. En la conversación con los padres, ellos comentan un dato fundamental: a pesar de su edad, el niño no tiene vergüenza al desnudo y, por ejemplo, sale de bañarse sin mayores ambages ante la visión horrorizada de sus padres. Este dato es crucial, ya que muestra que el dique de la mirada aún se constituyó para este niño; o dicho de otro modo, su cuerpo es un objeto (entre otros objetos del mundo, que es
En última instancia, los miedos en la infancia son habituales y, por cierto, tienen diferentes derivas: en algunos casos pueden ser perfectamente esperables y comprensibles, mientras que en otros requieren la intervención de un psicoanalista. Lo fundamental es no olvidar que un niño crece atravesando conflicto y, en todo caso, cuando un conflicto no fue lo suficientemente resuelto es que aparece un síntoma, sin que todo conflicto sea sintomático.
(*) Doctor en Filosofía y Magíster en Psicoanálisis (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante”, “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina” y “Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres”.