Por Silvio Cornú y Enrique Butti
Por Silvio Cornú y Enrique Butti
La de las inscripciones sepulcrales es sin duda la más extraña de las convenciones literarias. Originariamente, el epitafio surge como oración fúnebre, tal como perdura aún hoy en las necrológicas o en los discursos o panegíricos que conceden a los deudos la posibilidad de manifestar su aflicción. Múltiples son los registros que nos ofrecen las literaturas griega y latina, como la célebre lamentación que declama Pericles, y recoge Tucídides, sobre los caídos en la guerra del Peloponeso; o la de Aquiles en los funerales de Patroclo, en la “Ilíada”, de Homero. La “Antología Palatina” compiló en el siglo X numerosos ejemplos de epitafios escritos por grandes poetas griegos, como Calímaco (“Filipo enterró bajo esta losa a su hijo de doce años, Nicoteles, su mayor esperanza”). También abundan en la literatura latina, como la invocación fúnebre de Anquises al joven Marcelo (“Oh, mancebo digno de eterno llanto...”, Virgilio, “Eneida”, VI) o el “Carmen 101”, de Catulo, ante la tumba de su hermano (“... y hablar en vano a tu muda ceniza...”). En 1915 se publica la primera edición de la “Antología de Spoon River” en la que Edgar Lee Masters (EE.UU., 1869-1950) relata la vida de un pueblo del medio oeste estadounidense a través de lo que confiesan las lápidas de su cementerio; unos 250 poemas en los cuales, bajo la forma de epitafios, cada muerto tiene su última oportunidad para rendir cuentas con el mundo.
Masters escribió este libro en una especie de rapto poético, provocado por la mágica conjunción de dos fuentes muy disímiles: la lectura de la refinada “Antología Palatina” que le acercó un amigo y los suculentos chismes de Petersburg y de Lewistown que le racionaba su madre en sus periódicas visitas. Como Borges repite haber aprendido en la “Divina Comedia”, a Dante le son suficientes unos versos, un terceto o poco más, para describirnos a cada uno de los personajes que encuentra en su paso por el Infierno, el Purgatorio o el Paraíso. Cada uno de esos beatos o condenados tiene por un breve momento la oportunidad de manifestar su alabanza o su rencor, y de contarnos su vida, de concentrar su vida en el momento que decidió su destino, y ese momento es suficiente para que sepamos todo de ellos, de su pasaje por la Tierra y del castigo o premio eterno que han merecido. Y eso es lo que pueden transmitir algunos epitafios que encontramos en nuestros cementerios y lo que Masters logra en su libro. Y como Balzac en su “Comedia humana”, Masters buscó poner en escena toda la tipología humana que una sociedad determinada ofrecía. Prácticamente están representados todos los oficios de la época. No podía faltar entonces el del cincelador o grabador de inscripciones sepulcrales del pueblo. El hombre se llama Richard Bone y su lápida reza: “En mis primeros tiempos en Spoon River / no sabía si lo que me decían / era verdadero o falso./ Venían ya con el epitafio preparado, / se quedaban dando vueltas por el taller y mientras yo trabajaba, / me dictaban: ‘Era tan afectuoso‘, ‘Era un hombre admirable‘, / ‘La más dulce de las mujeres‘, ‘Un verdadero cristiano‘. / Y yo cincelaba para ellos todo lo que querían, / ignorando siempre si era verdad o no. / Pero después de haber vivido un buen tiempo con la gente del lugar / llegué a distinguir si el epitafio / que se me encargaba para un muerto / guardaba o no alguna consonancia con su vida. / Sin embargo seguí cincelando / lo que me pagaban para que cincelara, / y me volví cómplice de las crónicas falsas de las lápidas, / como hace un historiador que escribe / sin conocer la verdad / o que es inducido a ocultarla”.
¿Quién habla en los epitafios? Pueden hablar los deudos y puede hablar el muerto, con palabras que le imponen quienes lo sobreviven o que él mismo dejó preparadas como legado en algún momento de su vida. Larga es la lista de escritores o artistas que han concebido un memorable epitafio para su tumba: El de Rainer Maria Rilke: “Oh, rosa, pura contradicción, encanto de ser el sueño de nadie bajo tantos párpados”. El de Vicente Huidobro: “Abrid esta tumba; al fondo se ve el mar”.
El de Dorothy Parker: “Perdón por el polvo”. El de Groucho Marx: “Disculpe que no me levante, señora”. En nuestro cementerio municipal, siguiendo unos cincuenta metros por la entrada principal, y girando a la izquierda, en la ahora llamada calle Ntra. Sra. de Guadalupe, nos encontramos con la tumba de uno de nuestros mejores (y más olvidados) poetas, Victorino de Carolis. En una plancha de mármol está cincelado un soneto suyo titulado precisamente “Epitafio para mi tumba”: “Vosotros, que viajeros de la vida / os acercáis a mí, yacente, muerto, / me imagináis hundido en este puerto, / barco de soledad sin más partida. // Sé que mi carne en polvo convertida / os engaña. Sabed, estoy despierto, / y en el mármol que véis con juicio incierto / se apoya un alma bellamente erguida. // No me verá la vista oscurecida. / Sólo la voz desde mi mundo cierto / se cierne, luz, sobre la tierra herida. // Buscadme en la poesía, no en el yerto / cuerpo -sombra en la sombra sumergida-. / ¿Cómo, si me escucháis, podré estar muerto?”.
(*) Este texto está basado en la conferencia “Voces en el cementerio de Spoon River”, que Cornú y Butti dictaron el pasado 18 de mayo, en el Instituto Argentino Germano, en referencia al libro de E. Lee Masters. Los autores aludieron a diversas cuestiones que plantea este texto, y “a algunas problemáticas y desafíos de solución con que nos enfrentamos al ir traduciendo este libro, tarea que venimos realizando desde hace años”.