Por Estanislao Giménez Corte
Por Estanislao Giménez Corte
@EstanislaoGC
“No vemos que no vemos”
Heinz von Foerster (1)
“Me siento extraño aquí, extranjero, distante, y sentirse extranjero creo que es una de las condiciones de la escritura, habitar el mundo de una forma un poco esquinada”
J. A. González Sainz (2)
I. Introducción
Cuanto menos por aproximación, rumor de pasillo o comentario que flota en el aire, todos sabemos alguna poca cosa de aquel pobre Gregorio de Kafka, viajante devenido una mañana en fiero bicharraco. Algunos, creo, nos habremos detenido a cavilar en las explicaciones o interpretaciones posibles de esa figura que el alto autor muerto-tan-joven no se dignó a escribir, acaso porque la quintaesencia del arte es, justamente, sugerir a través de indicios laterales y de alusiones en los márgenes. La labor literaria, puede sostenerse, se perfila siempre desde un decir indirecto, ambigüo, susceptible de generar tantos atajos y sentidos como el lector quisiera adjudicarle, en generosa contribución que “completa el texto”, desde una asumida libertad de interpretación, en un delicado equilibrio elaborado de sonoridades y silencios. ¿Qué podemos decir que no se haya dicho?. Nada. Pero lo diremos igual: Gregorio, como bien podría sucedernos, “descubre” súbitamente, en medio de las mínimas tareas cotidianas, algo espantoso o atroz que cambia de forma radical su existencia y que lo imposibilita de presentarse frente a los otros. Aquí se cifran -con ese giro lo diría el maestro- los temas del encierro, la incomprensión y la postergación; la alteraciones en la percepción del yo y la deconstrucción del ego de una persona. Es la siempre latente posibilidad de un hallazgo siniestro que nuestra terquedad o necedad nos impidió ver o comprender en su momento.
II. “(La vida) es un cuento contado...” (3)
Permítaseme, aquí, un desvío y una confesión: mientras avanzaba con este texto, recordé bruscamente un boceto propio de hace unos años. Lo hallé en una libreta de apuntes. Es éste, en su desnuda naturaleza de cosa en proceso: “Esa noche de 1997 me acosté relativamente temprano. Dormí bien, como siempre, leve en mi inconsciencia, en mi pieza de soltero. Cuando desperté, me desubicó el olor de la habitación, que no reconocí; y algo en el vaho del ambiente, que se me antojó lejano y sospechoso; algo en los colores de las paredes, pálidos, las afeaba. El viento que se colaba en la ventana no parecía corresponderse con la primavera que había experimentado hasta la noche anterior. Me vi las extremidades, las palmas de las manos, raras en su forma; sentí mi andar algo opacado o curvo. El horror fue total cuando me vi en el espejo. Yo era otro: vi canas en mi barba rala; vi arrugas y protuberancias, trazos cóncavos y líneas hundidas donde había hasta recién materia lisa; vi un abdomen hinchado y poroso; la estructura ósea algo desencajada. Mi cabello, débil donde hubo abundancia, retrocedía en la calavera. Vi, finalmente, una expresión incómoda (¿de cansancio, de hartazgo, de locura, de aburrimiento?). Repetí, como un mantra, con cinismo, algo que había escrito alguna vez para un personaje: ‘Cuándo fue que tu mirada de fuego/tornóse gris hendidura‘. Entonces sonó una alarma y mi vista buscó instintivamente algo, que a la postre fue un teléfono celular, que hasta ayer no tenía. Vi la fecha: 23 de septiembre de 2016. Así que esto es la anunciada madurez, me dije, abrumado -“the distinguished thing” (4)-. Pero ¿cómo?. Sentía todavía, vívida, la noche, sólo que en este otro cuerpo. No experimenté ninguna sorpresa, sino más bien un cierto automatismo, un reflejo condicionado, cuando un niño apareció detrás de mí. Lo vi pasar por el espejo, mientras escrutaba con controlado terror mi aspecto. Me dijo: ‘Hola, pa‘. Quité los ojos del espejo como mecanismo de defensa y lo observé mientras orinaba y canturreaba, contento, una canción que yo desconocía. Entonces escuché una voz, casi de preadolescente, creo: “Pasame la pasta, pa”, me dijo. Una mujer se sumó detrás: “Vos podés buscar a los chicos hoy, ¿no?”, murmuró con voz adormecida.
Fingí tranquilidad. Respiré, callé, esperé. Creo que recé, coartada de los agnósticos cobardes en situación desesperante. El niño más pequeño me dijo, ‘buscá en el teléfono‘. Se refería al celular. Increíblemente, supe cómo hacerlo. La mujer empezó a apurarme. ‘Dale que no llegamos, gordo‘. Le respondí que sí, parco en cien tribulaciones contrapuestas. No tuve más opción que entrar en esa dinámica de personas apuradas. Me vestí y desayunamos. Los chicos me hablaban amorosamente. ‘Hoy tenés la exposición ¿no?‘, me dijo la mujer. Respondí con una afirmación seca. Salimos. Dejé a cada uno en su sitio. La ciudad se abría al coche como en planos de steady cam de una filmación de bajo presupuesto. Nunca dudé, empero, como si una memoria recóndita me guiase, con inusitada seguridad, a lugares en los que nunca me había aventurado. Llegué a una universidad. Una parte de mí se mantenía, todavía, calma. Otra pensaba sin cesar en los descubrimientos de recién. A medida que ingresaba al recinto, conjeturé con las posibilidades obvias, cómodo estereotipo de los consumos culturales: viajes temporales, universos paralelos, una broma macabra del espacio-tiempo, una paradoja de cuadrantes, pero ¿qué hacer con eso?. Para mi sorpresa, el curso que tenía que dar estaba muy concurrido. Resueltamente, hablé y, una hora más tarde, callé. En el mientras tanto, como una escisión que sentía físicamente pero que no podía comprender, una parte de mí se mantenía, lúcida y despierta, sopesando la hondura de mi inesperada condición. Di la clase con gesto impertérrito pero con alguna seducción para el auditorio (eso pareció). Emocionalmente, en tanto, pensaba qué estaba haciendo allí yo, este adulto, que hasta ayer nomás respiraba la noche con imperturbable juventud. Nunca desesperé, con todo. Imaginé ¿qué otra cosa hacer? que dos consciencias simultáneas, al modo de paralelas fijas en un trayecto decidido, conviviesen en mí, en un cruce de causalidades o accidentes, por razones que se me escapaban escandalosamente. Como si dos inteligencias o dos memorias trabajasen al mismo tiempo sin tocarse: una en este presente continuo repentino; otra, recordándolo todo, mi ayer, como una perpetua presencia molesta. Así que, con mis muy recientes ropajes de adulto embrutecido, regresé y me dirigí a la casa. Antes, busqué a los chicos. Supe cómo hacerlo merced a aquella memoria que digitaba mis movimientos, lo mismo que a un autómata. En un cruce de esquinas creí percibir un viento demasiado cálido, que extrañamente cambió de dirección. Cuando me di vuelta para cerrar la puerta, los niños ya no estaban. Seguí mi trayecto: a los lados se modificaron las luces de la calle; la fisonomía citadina tornó a una coloración sepia; en el espejo retrovisor izquierdo, de pronto, confirmé mi regresado aspecto juvenil. Sonó, entonces, el despertador. Creo no conocer la melodía de la alarma ni el dispositivo. Me incorporo, ahora, en la oscuridad. No voy a verme en el espejo”.
III. Un tempo
Así como Camus abre “El Mito de Sísifo” con una frase lapidaria -“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”-, esto de recién, siquiera un desprendimiento, apenas una nota a pie de las cientos de miles posibles, acomodada a la enorme sombra de la obra de FK, nos permite arriesgar-proponer-aventurar que, fuera de lo ficticio, sólo hay una metamorfosis; diferente que la kafkiana en su condición de no-artística, fáctica, real, física: la “transformación” a las que nos somete el tiempo, moroso decurso que no sabemos comprender ni experimentar, que no terminamos de asumir aun en la más disfrutada de las existencias. No hay más, entonces, que esta otra metamorfosis. Un día cualquiera, el espejo nos devuelve las facciones de un viejo que se entretiene aparatosamente imaginando derivas, creyendo concebir argumentos -a completar alguna vez-, incorporando pequeñas anotaciones en birome azul, con mano temblorosa, en el estrecho espacio en blanco que nos dejaron como generosa invitación las páginas de los grandes, en los mínimos recodos que su talento desmesurado no cubrió de ideas y de tinta.
(1) Científico austríaco (1911 2002). Frase citada por Alejandro Piscitelli.
(2) Citado por Enrique Vila-Matas, en “Dietario Voluble”, 2008.
(3) La cita refiere a Shakespeare: “(Life) It is a tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing” (Macbeth. Acto 5). Trad: “(La vida) es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. De aquí toma William Faulkner el nombre de una de sus novelas, “The sound and the fury” (“El ruido y la furia” o “El sonido y la furia”, de 1929).
(4) “So this is it at last, the distinguished thing”. “Así que aquí está, por fin, la cosa distinguida”: frase atribuida al novelista Henry James, al momento de su muerte.