Por Ignacio Andrés Amarillo
Por Ignacio Andrés Amarillo
El cineasta David Lynch, de nuevo en el candelero por estos días con la continuación de su serie “Twin Peaks”, alcanzó un nuevo nivel de notoriedad con una trilogía asociada con la “fuga psicogénica”. Habitualmente se conoce bajo ese nombre (o el de “fuga disociativa”) al escape de una situación traumática mediante un período de amnesia donde puede surgir otra personalidad. Pero con Lynch el concepto se redefinió: a partir de “Carretera perdida”, la celebrada “Mulholland Drive: el camino de los sueños” y la abstrusa “Imperio” (“Inland Empire”), la salida al trauma o la realidad inaceptable se da en un escape a la ensoñación, la fantasía o la locura.
A los efectos narrativos, esto implica el choque entre dos o más relatos, que pueden constituirse como aparentemente “contradictorios”, como uno dentro de otro como muñecas rusas, sostener la apariencia hasta una apoteosis de revelación o apostar a la suspensión de incredulidad hasta que de nuevo la realidad nos golpee: porque el escape siempre termina en una colisión con el sustrato de lo real. Varios otros autores han trabajado en el cine estas ideas desde distintas visiones y concepciones. Algunos ejemplos destacables son “Tren de vida” de Radu Mihaileanu, “La isla siniestra” de Martin Scorsese y “Sucker Punch: mundo surreal” de Zack Snyder.
El pionero
Las letras argentinas abordaron esta fuga de ensueño muchas décadas antes, en un registro “audiovisual” para su tiempo: el teatro. Fue de la mano de Roberto Godofredo Andersen Arlt, en una de sus obras menos celebradas (al lado de sus novelas o sus “Aguafuertes”): “Trescientos millones”, pieza teatral estrenada en 1932 en el Teatro del Pueblo, escrita a instancias del gestor de la sala, Leónidas Barletta.
Contó Arlt en la explicación inicial: “Siendo reportero policial del diario Crítica, en el año 1927, una mañana del mes de septiembre tuve que hacer una crónica del suicidio de una sirvienta española, soltera, de veinte años de edad, que se mató arrojándose bajo las ruedas de un tranvía que pasaba frente a la puerta de la casa donde trabajaba, a las cinco de la madrugada (...) Un examen ocular de la cama de la criada permitió establecer que la sirvienta no se había acostado, y se suponía con todo fundamento que pasó la noche sentada en su baúl de inmigrante. (Hacía un año que había llegado de España.) Al salir la criada a la calle para arrojarse bajo el tranvía se olvidó de apagar la luz. La suma de estos detalles simples me produjo una impresión profunda. Durante meses y meses caminé teniendo ante los ojos el espectáculo de una pobre muchacha triste que, sentada a la orilla de un baúl, en un cuartucho de paredes encaladas, piensa en su destino sin esperanza, al amarillo resplandor de una lamparita de veinticinco bujías”.
Arlt lleva más allá el fanatismo que el Silvio Drodman Astier de “El juguete rabioso” mostraba por el Rocambole de Pierre Alexis Ponson du Terrail, ese villano devenido en héroe con el transcurso de los folletines, introduciéndole directamente como personaje, como el “facilitador” de los formalistas rusos. De hecho, en el prólogo se baten como al pasar el inconsciente colectivo con la industria cultural (que no es cultura popular, firmarían Horkheimer y Adorno, relamiéndose): Rocambole toma distancia de los otros “fantasmas”, imágenes paradigmáticas, siendo él creación acabada de un “autor”.
Caer en la trampa
Pero volvamos al eje de este comentario. La sirvienta Sofía, misérrima y sin expectativas como la española de la crónica policial, luego de un diálogo con la Muerte, recibe la visita del héroe, que le anuncia que ha heredado 300 millones de pesos (“La herencia misteriosa” es la primera historia de “Los dramas de París”, la inicial saga rocambolesca). Así, Sofía se va construyendo un ensueño fantástico hecho de pegotes de folletines, revistas ilustradas y seriales cinematográficos, consumos culturales que enfatizan el grotesco del contexto. A pesar del sonido del timbre de servicio (que actúa como reingreso a lo real), la acumulación de romance y aventuras envuelve al espectador en una espiral de suspensión de la incredulidad, al igual que sucede con las aventuras de los judíos en fuga en “Tren de vida”, hasta que un suceso crucial determina la caída de la ficción y nos precipita a la realidad y a la tragedia. Al final todo es silencio, como en “Mulholland Drive”. El festejo de los fantasmas asesta un golpe como esos ancianos siniestros en el final de la cinta de Lynch.
La fuga es un estado transitorio, que nos lleva siempre a un choque más fuerte con la realidad, sin finales felices. Quizás salvo para Sweet Pea en “Sucker Punch”... pero eso tiene otro giro argumental, y ya sería para otro análisis.