Podemos muy bien preguntarnos qué causas nos inducen a creer en la existencia de los cuerpos, pero es inútil que nos preguntemos si hay o no cuerpos. Este es un punto que debemos dar por supuesto en todos nuestros razonamientos”
David Hume (*)
Mi preocupación central ha sido el significado del delito. ¿Qué clase de fenómeno es éste? Existen actos deplorables pero, ¿existe el delito? ¿Qué queremos decir cuando afirmamos esto?, ¿bajo qué condiciones lo decimos?”
Nils Christie (**)
Por Lisandro Pedro Aguirre (1)
I
Negar un hecho criminal del cual hubo testigos o evidencias de que aquél haya ocurrido es tan absurdo como negar que existe un mundo y cosas en él. Sin embargo, Descartes en el siglo XVII lo hizo a través del argumento del Genio Maligno y, en el siglo XVIII, Hume arremetió también, hasta con mayor intensidad en sus argumentos, creo, contra la existencia del mundo y los objetos corpóreos. No se trata ahora de ser tan radicales en el ámbito penal, como esos “escépticos” de la Modernidad lo fueron en la Metafísica. Lo único que se pretende es pensar que, si esas mentes “intrépidas” cuestionaron lo más obvio mediante argumentaciones plausibles, cómo no vamos a desconfiar nosotros de la existencia de los comportamientos humanos “desviados” (para denominar con un eufemismo los hechos ilícitos) que ocurrieron en el pasado y que en razón de ello sólo fueron percibidos por pocas personas que, para peor, relatan por lo general los hechos de modo diverso y, la mayoría de las veces, incluso de modo antagónico.
La decisión de los jueces (ni hablar la de los fiscales) tiende mayormente a dar crédito al relato de la víctima, creyéndole a ella antes que al supuesto victimario, puesto que no sería demasiado atinado ni justo descreer de quien padeció un mal o un daño no buscado; pues, en efecto, sufriría por partida doble: el mal que padeció por culpa de otro y encima el hecho de que no le crean su propia versión sobre quién fue el que supuestamente le causó ese padecimiento. Además, y éste podría ser otro argumento más a favor de quien se postula como víctima: ¿por qué mentiría quien sufrió un daño o lesión en sus bienes o persona, endilgando responsabilidad a alguien que no fue el autor del hecho que le provocó aquéllo, dejando así libre a quien realmente lo cometió?
II
Si bien es cierto que en algunos casos concretos esa manera de pensar sería eficaz y además certera, en otros, y quizá en muchos casos, no lo es o, al menos, puede no serlo. El inconveniente o, mejor dicho, el defecto de ese modo de razonar es la generalización. A partir de este mecanismo generalizador o generalizante, seguramente se cometerán errores graves con personas inocentes. Y en tal sentido, el argumento jurídico o judicial que repercute de forma incisiva en el destino de la gente, privando de libertad preventiva o irrevocablemente con una sentencia condenatoria, debiera ser aún más cuidado y riguroso que el argumento filosófico mismo.
En efecto, nadie se desangraría ni dejaría de dormir, ni siquiera se perturbaría, si alguien detectara fallas o aciertos en los razonamientos cartesianos o humeanos acerca de la existencia del mundo. Todos seguiríamos haciendo lo mismo, viviendo, tengan o no razón esos “abstrusos” argumentos. En lo penal, en cambio, alguien, algunos o varios tendrían probablemente una vida mejor, o, por lo menos, una vida en libertad y sin oprobios, si los razonamientos jurídicos usados en las resoluciones o en los fallos, que tienen repercusiones en lo penal, hubieran sido más serios, más objetivos, más precisos y fundados.
III
Convengamos que, salvo alguna captación nítida proveniente de alguna cámara de seguridad del Estado o de un particular, los hechos que ocurren son en su mayoría relatos, esto es, supuestas entidades que son conocidas mediante narraciones, ya sean las consignadas en actas de procedimiento policial, declaraciones testimoniales recepcionadas mayormente en sedes policiales, evidencia física colectada por funcionarios o peritos de las fuerzas de seguridad o del Estado, informes médicos policiales, etc.
No hay, como es sabido por todos, captación directa de la existencia misma del hecho; por ello, hay un juicio en el que se debaten todas estas cosas para que a fin de cuentas el juez construya en la medida de lo posible el relato más certero, más verosímil, en fin, un relato final que defina el contorno de lo real y decida al respecto. Es así de sencillo y complejo el proceso al cual se somete una persona acusada de haber cometido un delito.
Vuelvo a decir: “No hay hecho, no hay captación directa del hecho”, con excepción de la filmación y sin perjuicio de las diversas interpretaciones que podrían tejerse en torno a lo que se capte en la cinta. Dicho en otras palabras: “No existe el hecho, sino el relato del hecho”. Cualquiera podría increparme, diciendo: “Te quiero ver a vos con un caño en la sien, si decís: “Esto es un relato...”. Ni qué pensar en casos aún más graves. Estamos de acuerdo... A lo que apuntamos aquí no es precisamente a esa circunstancia, que ya está comprobada, porque estamos dando por supuesto que yo existo y que junto a mí se coloca un sujeto que en forma violenta me sustrae cosas de mi pertenencia bajo amenazas y apuntándome con un “38” a la cabeza.
La tesis propuesta acerca de la inexistencia del delito es posterior y no da por supuesto nada al estilo de Hume respecto de los cuerpos. Hay que probar justamente que eso ocurrió y luego hay que fundar lo resuelto con argumentaciones precisas e imparciales que se apoyen de modo firme y coherente en las pruebas colectadas de forma legítima.
Con lo dicho hasta aquí, no se pretende efectuar como cualquier podría apreciar un profundo análisis de carácter sociológico o criminológico a la manera de Christie Nils, quien afirma, en efecto, que “el delito no existe. Sólo existen los actos. Estos actos a menudo reciben diferentes significados dentro de los diversos contextos sociales”. Esta observación de Nils que podríamos catalogarla como “ontológica” va mucho más allá del objetivo planteado aquí, objetivo que podría entenderse de esta manera: damos por supuesto que puede haber delitos según la ley de cada lugar (ese no es el punto ahora), pero debemos exigir como sociedad argumentaciones y fundamentaciones serias y coherentes basadas en evidencias, y no en generalizaciones ni en prejuicios, de que esos comportamientos delictivos realmente ocurrieron y que su autor o autores fueron el o los acusados. Es decir, el juez tiene el deber de verificar más allá de toda duda razonable y sin temor a equivocarse la existencia del hecho delictivo y la responsabilidad penal del acusado en un grado de certeza que derive de la valoración del caudal de pruebas practicadas en el juicio.
En fin, podríamos concluir diciendo que “la cuota de error en los jueces es mucho más grave que en los filósofos”. No obstante ello, es preciso recalar en el modo crítico, fundado y reflexivo de éstos últimos para contagiar así a los abogados o doctores de la ley con función de funcionarios, jueces, fiscales y defensores de un espíritu y saber críticos, en virtud de los cuales puedan hallar el sendero de la buena argumentación y reflexión razonable, para que en definitiva predomine más la justicia y menos los prejuicios y errores humanos, demasiado humanos.
(1) Dr. en Filosofía (UNC). Abogado (UNL).
(*) David Hume (1739-40), “Tratado de la naturaleza humana”, I, 2-4 (SB, p. 187; FD p. 277).
(**) Nils Christie (2004), “Una insensata cantidad de delito”, Bs. As., Editores del Puerto, p. 1.