Por Augusto Munaro
Por Augusto Munaro
Inés Aráoz (Tucumán, 1945) publicó “Barcos y Catedrales” (Hilos Editora), una extraordinaria antología y oportunidad inestimable para apreciar una de las voces más singulares de la lírica argentina. Compuesta con poemas pertenecientes a once de sus libros, la selección permite apreciar el aleteo furioso de sus versos que parecen responder a una suerte de canto visionario. La entonación del advenimiento del reino de la poesía.
Entre las obras que Inés Aráoz lleva publicadas en casi medio siglo con la poesía, figuran: “La ecuación y la gracia” (1971); “Ciudades” (1981); “Mikrokosmos” (1985); “Los intersticiales” (1988); “Viaje de invierno” (1990); “Las historias de Ría” (1993); “Pero la piedra es piedra” (2009), entre otros. “Rojo torrente de fresas” (2012), reúne sus traducciones del ruso de Anna Ajmátova y Marina Tsvjetáieva. Integra numerosas antologías y ha sido parcialmente traducida a varios idiomas.
—Inés, has realizado estudios de lengua y literatura inglesa, y de música y luthería también. ¿Cómo sentís que confluyen todos esos saberes en tu poesía?
—Cada experiencia (acto) me configura.
—Pregunta inevitable, pero, conociendo tu sensibilidad, no puedo dejar de hacerte: ¿cuál es la posibilidad de realidad que te ofrece la poesía?
—La única.
—En tus poemas impera una mirada contemplativa, un dejarse impregnar por el mundo que lo rodea. ¿Pensás que hubieras escrito diferente de haber vivido fuera de Tucumán?
—Solamente el título de ficción podría elaborarlo.
—Un tema recurrente en tu obra lo vemos en esta antología: es el silencio. ¿Qué “talla” el silencio en tu voz? ¿El lenguaje es territorio conquistado al silencio?
—El silencio es territorio conquistado por el lenguaje.
—Tu poesía es una poesía pensante. Invita a una pausada meditación. Me refiero a una profundización progresiva y circular en torno a interrogantes esenciales que abordan el enigma del ser, de la vida, la muerte, el tiempo: temas raigales al hombre y frente a los cuales la indiferencia no es posible. ¿Cómo y cuándo irrumpe la reflexión en tu decir?
—Cuando lo real me roza y resuena en mí.
—Asimismo, tu poesía es poesía que busca. Tu obra articula una sostenida indagación del ser, del estar. Una obra que pelea por resolver la existencia. ¿Siempre debe existir una unidad entre el poema y quien lo escribe?
—Para mí, no hay otra manera.
—Leemos en tu poema “Pulir la piedra”: “Poeta, pides el rigor / Un sol desgarrador / Es lo primero / Apártate, poeta, un sol desgarrador / Es lo primero / Diamante ¡de agua! / Agua dura ¡sea agüita!”. Según mi entender, detrás de su poética, de tu decir, hay un pulso moral. ¿Sentís que la ética subordina tu escritura?
—Hay otro yo por decirlo así -al escribir-. Un lector interno hacia el cual tiendo y que me complementa. Un pasaje para el cual necesito una profunda atención. Cada texto es un paso, solamente un paso (un acto) que habrá que dar de la mejor manera, ya que mi acción es mi vida.
—A medida que fueron apareciendo tus poemarios, hay un progresivo orden en querer depurar tus versos. Una mayor claridad del lenguaje. ¿Menos es más en poesía?, ¿la desnudez es siempre un llamado a la esencia?
—No necesariamente. Cada estado conlleva su propia belleza, su propia totalidad.
—“Poema” es uno de los poemas más lucidos sobre la irreversibilidad del tiempo. Vale citarlo de modo completo: “He cazado a la muerte / como si fuera una palabra nueva / La he rodeado, inquirido y bientratado / Hasta he escrito sobre ella / -vida es la palabra que he usado- / Y me ufano / de contemplar a cada instante / su aleteo furioso / en mi corazón”. ¿De qué modo la idea de nuestra finitud cala tu pensamiento poético?
—Si habito en verdad mi tiempo, el de cada acto de mi vida, entonces estoy siempre muriendo, es decir, estoy viva.
—¿Cuál fue la historia de tu poema “Barcos y catedrales”?, ¿recordás las circunstancias que te llevaron a escribirlo?
—Ya no recuerdo cuándo lo escribí, pero leyéndolo puedo rememorar al detalle uno de mis ascensos de verano al Cerro Champaquí (3.000 m, aproximadamente) en Yacanto de Calamuchita (uno de mis lugares sagrados), en las sierras de Córdoba.
—¿Solés corregir mucho tus textos?, ¿sos metódica en la última etapa de composición de tus escritos?
—Me gusta pensar que los poemas no se corrigen. Es uno quien cambia. Y más que ser metódica, trato de estar alerta y de ser rigurosa.
—Algunas traducciones tuyas de Gogol, directas del ruso, son extraordinarias. ¿Qué te brindó tu experiencia como traductora?
—Muchísimas gracias por tu opinión al respecto. Me da alegría. No soy una traductora y mi experiencia es limitadísima. Pero sí puedo decir que mi relación con la lengua rusa y con Gogol, es amorosa.
—Por cierto, ¿qué significa para vos Rusia?, ¿qué imágenes te trae esa palabra?
—Rusia es para mí un poco la otra orilla, lo extranjero que se puede amar. Una manera también de cerrar el círculo (más que círculo, espiral evanescente), ya que de chica leía una y otra vez sus cuentos populares (ilustrados por Bilibin, Iván Bilibin, a quien también dediqué “Haré del silencio mi corona”, editado por Leviatán en 2014) que, al parecer, aún resuenan en mis escritos.
—Inés, ¿qué poeta argentino deberíamos releer?
—Cada cual lee según sus propias resonancias que, por lo general, vienen desde muy lejos. En todos lados hay poesía, si por tal entendemos los detonadores, armónicos celestes, por decirlo de alguna manera, que te llevan a adueñarte de su tiempo, a ser tu reino propicio. Personalmente, he leído a Orozco, E. Molina, Biagioni, Girri, Juarroz, Murena, Gallardo, Escudero, Foguet, Veiravé, Pizarnik, por nombrar solamente a algunos de los que no están. En La Comunidad, menciono otros. No se acaban ni se ciñen a un género.
—¿Pensás, entonces, que hay un oficio de poeta?
—No sé si hay un oficio de poeta. Pero cualquiera sea el camino que se elija, creo que elegirlo ha de ser antes una decisión.
>>> Hacer el odio
(Por Augusto Munaro)
Sobre “La paliza”, de Marcos Apolo Benítez (Editorial Paradiso, Buenos Aires, Argentina. 2017) (80 Págs.). Cuando se lee esta nouvelle, el lector no tarda en atestiguar el calvario de un niño de once, o doce años que vive en el norte del país, con una familia tan disfuncional que bien podría tratarse de la infancia de un posible futuro sociópata. La narración está contada desde el punto de vista del chico de quien desconocemos su nombre, pero que compadecemos desde la primera página. De este modo actúa, juzga y tiene opiniones sobre los hechos y los personajes que van apareciendo; información que se basa en su propia visión de los eventos. Sus días los transcurre haciendo tareas odiosas con un padre violento, en un contexto de hostilidad inaudito. Rodeado de una madre que odia al padre (y viceversa), una tía desalmada y “amigos” como Dante -criminal del pueblo que termina dentro de una zanja con dos tajos en el cuello- y episodios funestos, como la ejecución grotesca de un perro rabioso, o bien, los castigos continuos perpetrados por los adultos. Entre cachetadas, barro y changarines vulgares y odiosos, el protagonista de esta historia se va blindando de un curioso nihilismo, y tal vez por ello mismo, de ideas perversas y suicidas. La obsesión de la muerte atraviesa todo el libro brindando un aura de realismo descarnado.
Elías Castelnuovo aprobaría “La paliza” por ese tenebrismo que alcanza a glosar, sobre todo en lo referido al incesto, y el concepto denigrante en torno a la vejez y el acecho de la muerte. Hay pasajes que recuerda el registro ominoso del Enrique Medina de “Las tumbas”. Notable el momento donde el chico disfruta de “su salida favorita” junto a su abuela: el cementerio. Ahora bien este abuso y violencia no se ven reflejados tanto en el plano exclusivo del lenguaje, sino en la descripción de los episodios de crueldad que padece. En la acumulación continua y sostenida de vejámenes. Ahí tal vez su principal falencia. Si el narrador atraviesa ese infierno digno de “La familia de Pascual Duarte”, la operación poética con la lengua, debería, acaso, estar presente en mayor grado. Trabajar sus posibles matices. Hacer literatura en y desde esos pliegues. La habilidad del habla en la escritura. Sentir la voz de ese universo rural primitivo, hostil y cerrado del monte, sí, pero confiando no tanto en el valor de la peripecia, sino en la respiración de sus personajes.