Emerio Agretti
La paritaria provincial habilita reclamos, promesas y expectativas. También una nueva diferenciación de Lifschitz con la gestión Macri. Y un complejo escenario nacional.
Emerio Agretti
Tal como consigna en sus líneas finales la columna vecina, febrero arrancó con el reclamo, la promesa y la expectativa de la apertura de la discusión paritaria en Santa Fe.
Las tres vertientes se encaraman en el discurso público de los distintos actores, y confluyen en un escenario y un debate que excede la lógica de la realidad provincial, y también la cuestión puramente salarial.
Durante la semana que acaba, los municipales exigieron la inmediata convocatoria y le pusieron término: si no está formalizada para el próximo miércoles, algunos amenazan con mociones de medidas de fuerza.
Aunque por ahora se reservan esa carta habitual y casi crónica, los docentes también apuran los tiempos, se quejan por la demora y presionan para que el llamado sea “antes de carnaval”. Aquí el planteo se entronca con otras cuestiones, fundamentalmente la polémica por la eliminación de las paritarias docentes a nivel nacional.
Los compromisos vienen de parte del gobierno provincial, y se ajustan a los términos de la invectiva gremial bastante más que el discurso de la Casa Rosada. El gobernador Miguel Lifschitz y sus colaboradores concedieron en abrir la discusión lo antes posible, pero con el condicionamiento de tener “la mayor cantidad de elementos posible”, en ineludible referencia al contexto general.
Con todo, hay especificaciones que calman las aguas en territorio propio, y las encrespan de cara al gobierno nacional. El mandatario santafesino se pronunció por llevar adelante las tratativas “sin piso ni techo”, y defendió la “cláusula gatillo”, que se acaba de aplicar en los sueldos abonados este mes y que por un lado reconoce un nivel de inflación superior al contemplado en los acuerdos del año pasado, y por el otro busca preservar de ese impacto al bolsillo de los agentes del Estado.
En un panorama mucho más convulso, todavía herida por el fragor de la batalla en torno a la aprobación de la reforma previsional, y buscando pertrecharse de la mejor manera posible para la pelea por la reforma laboral -o la sucesión de proyectos que buscará instaurarla en dosis más o menos homeopáticas-, la administración Macri hace frente a un realineamiento de fuerzas del sindicalismo argentino.
La convocatoria a la marcha de protesta del día 22, formulada por el clan Moyano como una defensa del patriarca frente a los avances de las causas judiciales en su contra -que atribuyen a una persecución del gobierno y enmarcan en la puja por las reformas-, fue el detonante de una suerte de “blanqueo” de posiciones gremiales. La CGT adhirió a la movilización (sin paro), pero exhibiendo una profunda división tanto en su conducción como en los sindicatos que la integran.
Ansioso por capitalizar la fractura, el gobierno central subraya que aquí no se pelea por los derechos de los trabajadores, sino por los intereses de un dirigente. Es el mismo discurso que sostienen algunos de los gremialistas descriptos como “dialoguistas”, ese término que entraña una condición inescindible para la negociación y sirve para distinguirlos de los “combativos” -y que en ambos casos muchas veces son, en alguna medida, un eufemismo en relevo de términos más precisos-.
La ruptura, en absoluta novedosa en la historia del sindicalismo argentino, podría llevar a un debilitamiento de la resistencia a las políticas de Cambiemos, o a la generación en ese ámbito de un polo opositor de cuño kirchnerista, sumando a las dos CTA. De qué manera se conjuga eso con el ánimo de la sociedad -a menudo volátil- es la cuestión que interpela a Macri y al futuro inmediato de su gobierno.
Parte de esa discusión estará presente, acaso de manera lateral, pero también troncal, en la convocatoria a paritarias que se espera en Santa Fe para los próximos días.