Por Luis Guillermo Blanco (*)
Por Luis Guillermo Blanco (*)
Es común que, al opinar desde cualquier ámbito, incluso el judicial, acerca de algún enfrentamiento en el cual la policía lesionó o mató a un delincuente, se aluda exclusivamente a la “legítima defensa” propia o de terceros o, según el caso, a su exceso (arts. 34, inc. 6º y 7º, y 35 del Código Penal). Sin dudarlo, diremos que se trata de un enfoque parcial, dado que la actuación policial (obrar “en cumplimiento de un deber o en el legítimo ejercicio de su derecho, autoridad o cargo”: inc. 4º de ese art. 34, que aquí es harto relevante) cuenta con un marco normativo propio, que no puede ser obviado cuando se analizan alguno de esos hechos. Intentaremos reseñarlo.
El “Código de Conducta para Funcionarios encargados de hacer cumplir la ley” (ONU, 1979) dice que estos funcionarios “podrán usar la fuerza sólo cuando sea estrictamente necesario y en la medida que lo requiera el desempeño de sus tareas” (art. 3º), lo cual “se considera una medida extrema” (su “Comentario” c.). La Ley 24.059 (de Seguridad Nacional) lo adoptó expresamente, en cuanto dispuso que los cuerpos policiales y fuerzas de seguridad que integran el sistema de seguridad interior “deberán incorporar a sus reglamentos las recomendaciones” de este Código (art. 22).
Y los Principios Básicos sobre el Empleo de la Fuerza y de Armas de Fuego por los Funcionarios encargados de hacer cumplir la ley” (ONU, 1990) establecen que estos últimos “no emplearán armas de fuego contra las personas salvo en defensa propia o de otras personas, en caso de peligro inminente de muerte o lesiones graves, o con el propósito de evitar la comisión de un delito particularmente grave que entrañe una seria amenaza para la vida, o con el objeto de detener a una persona que represente ese peligro y oponga resistencia a su autoridad, o para impedir su fuga, y sólo en caso de que resulten insuficientes medidas menos extremas para lograr dichos objetivos. En cualquier caso, sólo se podrá hacer uso intencional de armas letales cuando sea estrictamente inevitable para proteger una vida” (Principio 9). Agregando que, en dichos casos (trátese de defensa propia u otro, pues son seis, con más su enunciado final, de orden general), los funcionarios “se identificarán como tales y darán una clara advertencia de su intención de emplear armas de fuego, con tiempo suficiente para que se tome en cuenta, salvo que al dar esa advertencia se pusiera indebidamente en peligro” a estos mismos funcionarios, “se creara un riesgo de muerte o daños graves a otras personas, o resultara evidentemente inadecuada o inútil dadas las circunstancias del caso” (Principio 10).
La Corte Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) aludió expresamente a estos “Principios Básicos”, transcribiendo a su Nº 9. (p.ej., en la causa “Montero Aranguren y otros [Retén de Catia] vs. Venezuela”, 5/7/2006), aseverando además que “el nivel de fuerza utilizado debe ser acorde con el nivel de resistencia ofrecido” (“Nadege Dorzema vs. República Dominicana”, 24/10/2012). Recordemos que la Argentina es Estado parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos desde el 5/9/1984 y que reconoció la competencia contenciosa de este Tribunal en esa misma fecha, por lo cual sus sentencias le son obligatorias. Entendiéndose que la doctrina que surge de ellas, es fuente y estándar (vinculante) para los países que han aceptado la competencia de la Cidh.
Normativas policiales
A su turno, la “Normativa y Práctica de los Derechos Humanos para la Policía. Manual ampliado de Derechos Humanos para la Policía” (ONU, 2003) atiende a esta cuestión en forma conteste con los dos Principios antes transcritos. Y si bien carece de rango normativo en el ordenamiento jurídico argentino, parece claro que se trata de un elemento interpretativo de primer orden.
En general, a más de que la legislación nacional remite a las normas de la ONU, la legislación policial argentina, federal y provincial, responde a lo antedicho, tanto en materia del empleo de la fuerza como en cuanto a los principios de mención, mientras que la ley 5.688 de la Caba los ha aceptado expresamente. Y si bien es cierto que las leyes policiales locales tienen un grado jerárquico normativo inferior al del Código Penal, cabe entender que, dada su especificidad, siempre deben ser tenidas en cuenta. Máxime considerando al compromiso internacional asumido por nuestro país de atender al Código de Conducta y a los Principios Básicos de referencia y a la relevancia jurídica que la Cidh le otorgó a los segundos. Lo cual, de algún modo, equipara a dicha legislación particular con el Código Penal. Debiendo además recordarse que esta normativa policial específica atiende al uso diferenciado y gradual de la fuerza, y a su uso proporcionado (principio de proporcionalidad), según el cual debe haber un equilibrio entre el grado de resistencia o de agresión que sufre un policía y la intensidad de fuerza que se aplica para lograr que la persona se someta a su control. Tal como lo destacó la Cidh.
Por lo tanto, puede afirmarse que la apreciación judicial referente a la aplicación de la causal de justificación de legítima defensa debe ser aquí efectuada, necesaria y juntamente, con las normas y principios propios de los cuerpos normativos policiales, tanto de fuente internacional como local. Máxime si se advierte que la legítima defensa no exige el requisito de proporcionalidad, sino más bien la utilización de un medio necesario o racional, en tanto que la normativa propiamente policial sí lo establece, al igual que a la necesidad (último recurso) de recurrir al empleo de armas de fuego, contemplado a su respecto otros casos (resistencia, fuga, etc.) en los cuales no se puede hablar propiamente de legítima defensa, ni por tanto, de algún exceso suyo.
Por consiguiente, corresponde integrar armónicamente a toda esa normativa (policial y penal), atendiendo al quehacer policial cotidiano y conforme a las circunstancias de cada caso concreto, de cuyo análisis resultará si la proporcionalidad (ante la necesidad) fue razonable o no. Esto último, tal como, en 1989 y en forma elocuente, lo dijo la Corte Suprema de los EE.UU. (causa “Graham v. Connor”), al afirmar que cada encuentro de alto riesgo durante una situación de rápida evolución es único, destacando que la razonabilidad de un uso particular de la fuerza debe juzgarse desde la perspectiva de un oficial sensato en la escena, y su cálculo debe incluir una concesión por el hecho de que, a menudo, los policías se ven obligados a tomar decisiones en una fracción de segundo -en circunstancias que son tensas, inciertas y en rápida evolución- sobre la cantidad de fuerza que es necesaria emplear. Requiriéndose de “una cuidadosa atención a los hechos y las circunstancias de cada caso en particular, incluida la gravedad del delito en cuestión, si el sospechoso representa una amenaza inmediata para la seguridad de los oficiales u otras personas, y si está resistiendo activamente el arresto o está intentando evadir el arresto por fuga”.
Puede que lo hasta aquí relatado sea muy “técnico”. Pero nos parece que, de algún modo, también es acorde con lo que, hace poco y desde el sentido común, dijo Miguel Porral en estas mismas páginas (El Litoral, 16/2/18).
(*) Abogado (UBA). Fue docente-investigador (UBA), con desempeño en temas de Bioética. Es docente y tutor de Educación a Distancia del Instituto de Seguridad Pública (Provincia de Santa Fe) en Derecho Constitucional, Derechos Humanos y Derecho Penal.
La apreciación judicial referente a la aplicación de la causal de justificación de legítima defensa debe ser aquí efectuada, necesaria y juntamente, con las normas y principios propios de los cuerpos normativos policiales, tanto de fuente internacional como local.
Cada encuentro de alto riesgo durante una situación de rápida evolución es único. La razonabilidad de un uso particular de la fuerza debe juzgarse desde la perspectiva de un oficial sensato en la escena, y su cálculo debe incluir una concesión por el hecho de que, a menudo, los policías se ven obligados a tomar decisiones en una fracción de segundo.