Luciano Lutereau (*)
Luciano Lutereau (*)
Unos padres me consultan, preocupados porque su hija se “rateó” de la escuela. Se enteraron a partir de que las autoridades de la institución llamaron a la casa para consultar el motivo de que, en el último mes, la joven de 15 años hubiera faltado unas 5 veces.
La madre está especialmente desconsolada. Me llamó por teléfono en el mismo momento en que regresaba a la casa para reprender furiosamente a la muchacha. Recuerdo que, en esa breve conversación telefónica, sólo pude decirle: “No te cebes, bajá un cambio y trata de hablar con ella sin cagarla a pedos porque no va a servir para nada”. Luego quedamos en vernos unos días después.
Cuando ambos padres vinieron al consultorio, tratamos de pensar la situación. Por suerte, la confianza que tienen en mí hizo que pudieran hablar con la adolescente sin que iniciara una escena habitual: la quieren retar, pero el efecto es contraproducente, ya que la joven redobla la apuesta y se pone desafiante, eventualmente incluso los insulta. “Nos perdió el miedo”, dicen al unísono.
En este punto, esta frase se convierte en el síntoma que es preciso analizar en la consulta. Porque, ¿no es acaso el niño el que, muchas veces, renuncia a algo por temor a los padres? “Mirá que me voy a enojar”, suelen decir los padres de niños pequeños. Ahora bien, esta coyuntura se revela como inútil con los jóvenes. ¡Afortunadamente! Porque si el límite aún fuera a través del miedo, el crecimiento no sería posible. Por cierto, conocidas son las situaciones en que, en más de una ocasión, ante el reto del padre un muchacho se atrevió a llegar a una pelea física. Seguramente todos conocemos alguna circunstancia de ese estilo, de la que también hay suficientes ejemplos en el cine. Por eso es tan importante que los padres se abstengan de buscar poner límites a los jóvenes a través de la confrontación, porque un adolescente es quien, a partir de cierto momento, también puede responder y devolver lo que considera una incitación, una provocación o una agresión. Las consecuencias funestas de esta deriva, como la ruptura del vínculo entre padres e hijos, pueden ser irreversibles.
Asimismo, lo importante en este tipo de coordenadas radica en ubicar en que una vez que el joven fue “descubierto”, lo más probable es que no vuelva a hacerlo. Faltar a la escuela, en el caso mencionado, sólo tenía sentido a partir del hecho de que los padres no lo supieran; develado el misterio, la transgresión se diluye. Así es que se entiende lo penoso que sería darle consistencia a la cuestión a través de una reprimenda al joven, porque reinstala la transgresión como posibilidad, la erotiza, la vuelve a hacer atractiva. Lo mismo si hubiera una pelea entre padres e hijos por esta cuestión, porque el pelearse podría volverse en un fin en sí mismo, con lo cual las escenas se repetirían.
En el caso de esta joven, recuerdo que la madre me planteó: “No entiendo por qué se ratea, porque si me hubiera dicho que no quería ir a la escuela, yo le hubiera permitido faltado faltar, como otras veces”. La respuesta ya estaba en la inquietud: justamente porque se lo hubieran permitido es que necesitaba autorizarse a hacerlo por sí misma.
Acompañar a un adolescente en su crecimiento implica, ante todo, aceptar que no se le puede dar permiso para crecer y que éste debe buscar por cuenta propia sus propios actos. Sin duda esto lleva a saber que hay riesgos que se habrán de correr, pero ¿cómo un joven puede descubrirse como causa de sus acciones si no es a través de esos riesgos que los padres no pueden prevenir?
(*) Psicoanalista, Doctor en Filosofía y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de UCES. Autor del libro “Más crianza, menos terapia” (Paidós, 2018).
Develado el misterio, la transgresión se diluye. Así es que se entiende lo penoso que sería darle consistencia a la cuestión a través de una reprimenda al joven, porque reinstala la transgresión como posibilidad, la erotiza, la vuelve a hacer atractiva.