César Bisso
César Bisso
El poeta no sólo le canta a las cosas que lo rodean, más bien dice cosas desde su modo de pensar y de sentir. Necesita transformar la realidad y sólo la palabra le permite imaginar que lo está logrando. Tal vez por este motivo, cuando se internó por primera vez en las ruinas de Tiwanaku, Rubén Vela comenzó a pergeñar el otro destino de América, ese que nada tenía que ver con el sueño americano del Norte, sino que se identificaba plenamente con el continente soñado por José Martí.
Indudablemente sabía que necesitaba encontrar un lenguaje diferente para explicar ese fenómeno social y cultural que tenía frente a sus ojos, cuando era un avezado estudiante de arqueología a fines de la década del cincuenta del siglo pasado. No era fácil adentrarse en esa tierra profunda, dramática y exuberante. Allá, en el altiplano boliviano, se revelaba el continente escondido: la desolación, el misterio y los olores, gustos y matices de una cultura entrañable y cautivante. El poeta no alcanzaba a sobreponerse de un fascinante descubrimiento arqueológico, pero todavía faltaba descubrir la Bolivia multifacética, con sus altas torres de piedra que ascendían más allá de las nubes y con ríos caudalosos que atravesaban la selva virginal. Lejos de la opulencia de las grandes ciudades europeas y americanas, Vela se apasionaba con ese encuentro inesperado entre el mito y la realidad.
América en poemas
Entonces la poesía golpeó la puerta y comenzaron a surgir los poemas que lo iban a ubicar entre las voces más trascendentes de América. Aquellos novedosos rasgos se insinúan en Poemas Indianos (1960), pero la palabra armada de sangre, tabaco, maíz y mandioca emerge en los Poemas americanos (1963) y termina de encumbrarse cuando publica su libro más esencial, que tituló Maneras de luchar (1981), donde queda plasmado el espíritu del continente revelado, a través de la sabia y la estridencia de un riguroso texto poético. En esos años Rubén Vela ya era parte del cuerpo diplomático argentino y había estado radicado en la primera mitad de los setenta en Brasil, otro país social y culturalmente indescifrable.
Pero América seguirá sorprendiéndolo en su estadía costarricense de primera mitad de los ochenta. Un largo periplo en años y kilómetros para continuar desentrañando el hechizo y el estupor que representó en cada estallido del alma aquel paisaje espiritual y costumbrista de la América profunda. Así es como se consolida la voz del poeta, ya lejos de dilucidar contradicciones o diferencias con el iluminismo del progreso, y más cerca de transformarse en una mirada imperturbable sobre los destellos que emanaban de pueblos humildes, de razas ancestrales y de hombres y mujeres palpables. Y como un náufrago en medio de la soledad, o como un mendigo sumergido en la indigencia, o tal vez un pájaro oculto bajo la lluvia incesante de los siglos, el poeta se rindió ante la inmensa madre terrenal y celestial.
Un hombre sorprendente
Recuerdo que en otoño del 2006 realicé una entrevista al poeta santafesino, donde Rubén Vela intentó explicarme su rica experiencia antropológica de aquellos años jóvenes y, sobre todo el crucial entrecruzamiento con nuevas vivencias en ese rincón del mundo tan áspero y tan bello. Cuenta en aquella publicación de la revista Lenta Prisa que se sintió urgido por describir todo aquello que lo rodeaba. La pasión estalló de pronto en su palabra, pero no como un hallazgo azaroso, sino que representó una acumulación de extraños sentimientos que fue recogiendo a lo largo de esos años en el Altiplano. Piedra por piedra rescató la existencia de lo primigenio e inició la recorrida poética, buscando voces y silencios que significaron -para él- el sentido y la exuberancia del realismo mágico de esa América ardida por el incendio del devenir y por la violencia del dolor. Así fue que el poeta advirtió el grito pagano de criaturas desoladas que lo llamaban desde la selva indómita, desde las altas cumbres, desde los llanos fecundos, desde los radiantes litorales. Alzó la palabra como una lanza y la llevó hacia el estadio más sagrado del decir.
En concordancia a su trascendencia poética y al decoro que le impregnó a su vida literaria y diplomática, sin dejar de lado la personalidad del hombre cordial, noble y generoso, despido con emoción a quien ha decidido cruzar el río en la barca de Caronte, el pasado 28 de abril, un día antes de cumplir noventa años de edad. A la tarde siguiente, una gran cantidad de escritores y amigos lo esperaban en la sala Alfonsina Storni de la Feria del Libro de Buenos Aires para brindarle un homenaje. Pero él lo quiso así. La última sorpresa de un hombre sorprendente, como le dije a Nina, su fiel compañera de siempre, en el momento que compartimos un cálido abrazo. Y entonces recordé a Foucault: “lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno”. Entonces pensé que Rubén Vela retornará con su palabra henchida y que la América de Martí será posible mientras el poeta resista y la poesía siga siendo el lado oculto de la existencia humana.
Lejos de la opulencia de las grandes ciudades europeas y americanas, Vela se apasionaba con ese encuentro inesperado entre el mito y la realidad.
Como un náufrago en medio de la soledad, o como un mendigo sumergido en la indigencia, o tal vez un pájaro oculto bajo la lluvia incesante de los siglos, el poeta se rindió ante la inmensa madre terrenal y celestial.