Roberto Schneider
Roberto Schneider
Veinte mil espectadores en seis días; nueve obras en Ataliva y Suardi, dos entrañables subsedes; 32 espectáculos, 68 funciones, elencos de Chile, Colombia, Uruguay y España. Raro esto de comenzar un texto con cifras cuando desde hace 40 años vengo buscando mi propio discurso poético. Pero son cifras harto elocuentes para determinar el rotundo éxito de un festival que amamos y que admiramos. Un festival que ya no les pertenece sólo a los rafaelinos. Trascendió las fronteras de La Perla del Oeste y adquirió trascendencia a nivel internacional. Y que, hay que decirlo, si bien es organizado por la Municipalidad de Rafaela recibe aportes de la Nación, a través del Instituto Nacional del Teatro, y del Gobierno de Santa Fe, a través del Ministerio de Innovación y Cultura. Con fondos que provienen de los impuestos que regularmente pago todos los meses. Como usted, que está leyendo esto. Y no hay dinero mejor invertido que el que se destina a la Cultura, porque abre nuestras cabezas y alimenta nuestro espíritu y nuestro corazón. Siempre, pero más aún en tiempos tan difíciles como los que transitamos los argentinos.
El FTR trascendió este año los límites del ejido urbano rafaelino y alcanzó trascendencia nacional. Por un escándalo provocado por la obra “Dios”, de Lisandro Rodríguez. Para mostrar, una vez más, las mezquindades de quienes no leen, no ven, no reflexionan, no se emocionan y, sobre todo, están siempre al acecho. Lástima, no entienden que el teatro es vida y es muerte; es tormenta y serenidad; es belleza y fealdad; es amor y odio; es vibración y lentitud; es lo interior y lo exterior; es palabras y es silencio; es llanura y montaña; es laguna y es mar; es agobio y liviandad; es reír y es llorar.
El FTR permitió establecer una vez más que el arte no tiene límites, que los límites los pone el que expecta. Y que no se puede dudar de su finalidad social. Es una finalidad mágica. El arte mágico no sabe distinguir lo que es real exterior y lo que es mental; el hombre y la mujer no pueden separar su Yo del ser de la naturaleza, no pueden objetivarla, la subjetivan. Están inmersos en una fórmula plástica. Nuestro Festival destacó que el teatro acompaña debe acompañar todo el avatar social y se expresa con los modos que la sociedad le proporciona: magia, rito, religión o laicidad.
El FTR ratificó con su estupenda programación que no se va al teatro sólo en busca de un perfeccionamiento moral sino como en el Imperio Romano a pasar un buen rato. El teatro cumplía así con una función social expresa: alienar más a los ciudadanos. Los emperadores ofrecían a la plebe pan y circo, a las clases cultas y pudientes los refinamientos de una sociedad en decadencia. Era un acto intencional, una política, demagógica en un caso, sibilina en el otro.
El FTR hizo especial hincapié en demostrar que en cada época le ha correspondido al teatro una función social específica, sea ésta de liberación como de otras formas. Pero justamente esta variación en sus formas, en sus contenidos y en sus fines es la que ha planteado a la crítica contemporánea el problema de si es posible hablar de algo permanente en lo mutable. Porque el teatro es y no es imagen sensorial y es y no es imagen conceptual. Esta ambigüedad lo aproxima a la ambigüedad de la vida misma. El teatro es fe de vida, presencia vital de un ente intérprete y de un ente espectador.
Salto hacia adelante
El FTR nos permite sostener que el espectacular desarrollo del teatro en la Rafaela de los festivales constituye una ruptura con épocas pasadas y un punto de partida para la futura renovación del ambiente cultural. Desde el primer festival hasta hoy (son 14 ediciones) algunas cosas han cambiado. El desfile inaugural se realizó con artistas rafaelinos que ofrecieron en su recorrido la posibilidad preciosa de participar de la Fiesta. Esto quiere decir que hay una evolución y ampliación de conquistas conseguidas mediante un salto hacia adelante que ha permitido traspasar las propias fronteras. Este fenómeno supone un hecho insólito del que conviene partir para observar sus circunstancias, sus repercusiones, sus logros y su evolución.
El FTR habla también del nacimiento de un nuevo público que llena las salas y los diversos espacios donde se hacen las funciones. Un público que pertenece a categorías sociales muy variadas, sumamente respetuosas de lo que se ofrece desde la escena, con desnudos o sin ellos, con emociones y llantos, con alegrías y tristezas. Y con un silencio sobrecogedor mientras el acto de comunión con los artistas hace su propio recorrido.
El FTR alude también a otros rasgos del último teatro, que requieren asimismo una atención especial. En primer lugar, la voluntad claramente expresada por la mayor parte de los nuevos dramaturgos, de dirigirse a todas las capas de la población, es decir de hacer realmente “un teatro para todos”. De igual forma, la cooperación del público, con frecuencia masiva, que constituye un elemento significativo de la renovación teatral y una característica a tener muy en cuenta en la evolución de las experiencias de teatro social y político y de riesgo más actuales. Los espectadores no son tontos.
El FTR posibilitó en ésta su polémica edición y como lo sostuvimos en ediciones anteriores la visión de una cuidada y exigente programación en la que pudimos apreciar espectáculos atravesados por la poesía, la política, la cuestión de género o la ternura, que no son lo mismo que en otras ediciones bienvenida la evolución con dramaturgias posiblemente alejadas del espectador. El FTR18 apeló más al público como receptor, a los espectadores que quieren ensoñarse con algunas poéticas despegadas de signos confusos o herméticos. Este FTR ha sido indiscutiblemente mucho más contundente.
El FTR dejó claro que en la escena, un actor/actriz, en la continuidad de los tiempos, ha sido considerado habitualmente como una mediación espiritual, como un instrumento que pone en contacto al autor con el espectador. El atractivo que sobre el hombre y la mujer de todos los tiempos ejerce esta posibilidad de evasión y multiplicación, este extraordinario pretexto para hurtarse a los límites de la propia personalidad, para vivir otras vidas, otras muchas vidas diferentes, presupone un intento casi mágico de precipitarse en otros destinos, de probar por algunos momentos la multiplicación del alma.
Por último, el FTR nos interpela para continuar en nuestro aporte de difundir aquello que construimos desde su creación. Porque sabemos positivamente y sin ninguna discusión cómo trabajan los equipos de producción, de administración, de logística, de prensa y comunicación, de fotografía y de dirección artística. A todos los definen dos palabras que muchos y muchas no tienen en su haber: amor y pasión. Hace muchos años ojos ciegos y oídos sordos escribieron las páginas más negras de la historia argentina. Que no se repitan.
Los mejores
Sería injusto no señalar aquellos montajes que por diversas razones quedarán grabados en nuestras retinas, en nuestra cabeza y en nuestro corazón: “Almacenados”, con la entrañable interpretación de Horacio Peña y el soporte preciso de Juan Luppi; la explosión de ternura y amor de “Como si pasara un tren”, el mejor ejemplo de una dramaturgia (de Lorena Romanin) que no elude la emoción, con tres actuaciones magníficas: Luciana Grosso, Silvia Villazur y el entrañable Guido Botto Fiora; “Dios”, de Lisandro Rodríguez, por la contundencia de su discurso estético y filosófico; “El Dylan”, de Bosco Cayo, de Chile; “El ensayo”, de Joahn Velandia, de Colombia; “El Fausto criollo”, estupenda versión para toda la familia sobre la obra de Estanislao del Campo sumamente divertida.
También la demoledora “Flores nuevas”, con la soberbia interpretación de Ignacio Tamagno y la inteligente dirección de Nadir Medina; “Las hermanas Misterio, servicio de respuestas”, por combinar exquisitez visual y actoral en una de las mejores propuestas infantiles; “Los golpes de Clara”, por su discurso valiente de una actualidad dolorosa; “Mil días sin Victoria”, de Rodrigo Arena, porque pone en escena la historia de un amor trunco con un escalpelo que se clava con firmeza; “Naturaleza rota”, de José Guirado, porque pone en escena toda la poesía y toda la ternura; “Nómadas”, por la alta expresividad estilística y precisión actoral; “Otros problemas de humanidad”, de Sebastián Calderón, de Uruguay, por su estallido de dramaturgia contemporánea y un elenco sin fisuras; “Palíndroma”, por la inteligencia de sus significados múltiples y la belleza de su eximia intérprete, Margarita Molfino y “Siniestra”, de Javier Daulte, otra explosión de arquitectura dramatúrgica de estupendos resultados. A todos ellos y ellas, chapeau.