Ignacio Andrés Amarillo
El domingo 5 de agosto, la leyenda del chamamé volverá a Santa Fe para celebrar sus 80 años, de la mano de sus compañeros habituales y el Chango Spasiuk como invitado. Aquí, el acordeonista repasa junto a El Litoral más de siete décadas de experiencias.
Ignacio Andrés Amarillo
El legendario Raúl Barboza pasará por Santa Fe en el marco de una gira celebratoria de sus 80 años de vida (y casi tantos de trayectoria). En la ocasión, estará acompañado por sus habituales compañeros de trío (Nardo González en guitarra y Roy Valenzuela en contrabajo), con invitados como el Chango Spasiuk y su percusionista, Marcos Villalba. El encuentro será el domingo 5 de agosto, en el Teatro Municipal 1º de Mayo (San Martín 2020).
Las anticipadas hasta el 31 de julio costarán 0 las generales, 0 las tertulias y 0 los palcos y plateas; después y en puerta costarán 0, 0 y 0 respectivamente.
Aprovechando la ocasión, El Litoral se contactó con el artista para desandar juntos todos esos años de andanzas artísticas y personales.
Nacer músico
—¿Cómo fue aquella infancia formativa a nivel humano y musical, junto a su padre Adolfo?
—Mi padre Adolfo y mi madre Pilar, ambos, tuvieron injerencia en mi formación. Mi mamá me enseñó a amar la vida, con el respeto a los animales, a la naturaleza. Mi padre me enseñó el amor a la música, el respecto por el trabajo bien hecho. Siempre me decía: “Raulito, matizá. Siempre con matices, no toques derecho (siempre a una misma intensidad sonora)”. Le preguntaba a los siete años: “Mirá lo que estoy haciendo”, si le gustaba o no. Él decía: “Pucha, qué lindo. Vamos al fondo”. Ahí tenía preparado un fueguito, con un pedacito de carne arriba, de corazón, hígado o paleta, un chorizo. Al lado del fueguito, y abajo de un naranjal, me decía: “A ver si lo podemos mejorar”.
Era un hombre que no fue a la escuela, tenía la sabiduría de jamás hacerme creer que lo que yo estaba haciendo estaba mal. Siempre me hizo creer que podía mejorarse; nunca me dijo está bien. Con esa forma me crié y me formé como músico. Más los maestros que he tenido en mi vida: Carlos García, Adolfo Ábalos, Domingo Cura, Hugo Díaz, Astor Piazzolla, Eduardo Rovira, Roberto Di Filippo, Virgilio Expósito.
—Comenzó de muy chico en la música. ¿Cuándo supo que quería dedicarse a la música como opción de vida?
—Nunca me di cuenta de eso, ni lo tomé como opción de vida. Mi madre, doña Pilar, me decía: “Cuando aún no habías nacido estabas dentro de mí. Cuando venían los compañeros de tu papá a tocar adonde vivíamos, al empezar cualquier chamamé vos te empezabas a mover con tanta fuerza dentro de mi vientre que tenía que salir a la calle para que vos te calmaras y no escuches. No pasaba lo mismo con tango, chacarera, tango o jazz, seguías tranquilo”.
Cuando largué mi primer sapukay-llanto, ya salí músico. La vida me dio las opciones de comenzar a determinada edad, a los siete años, pude levantar un acordeoncito como es la verdulera; de ahí en más comenzó mi movimiento musical, al que adherí con amor, cariño y respeto, desde esa tierna edad.
—¿Cómo va cambiando la relación con el instrumento a través del tiempo, para encontrarle nuevos matices y sensibilidades a lo que se toca?
—Comencé a tocar un acordeón de dos hileras, que mi papá le compró a un vasco que tenía dos vacas, y la tenía arriba de los fardos. Me la mostró y no me acuerdo de la sensación de ese momento; pero sí recuerdo que la primera cosa que hicimos fue ir a la casa del ferretero (don Luis, un español), para comprar cinta aisladora y tapar los agujeros de las polillas.
Con los años, a los nueve empecé a tocar en la radio, y conocí al Cuarteto Santa Ana (Ernesto Montiel, Isaco Abitbol, Pedro de Ciervi y Pascasio Enríquez) en el Teatro José Verdi: para mí, fue un hallazgo: verlos vestidos con ese porte y ese respeto a la música; esa vestimenta, ese querer decir “somos artistas”.
Hasta los 14 años, toqué con Damasio Esquivel, de quien mucho aprendí. Tenía un acordeón diatónico, que es como tener un piano sin las teclas negras. Yo le pedía a mi papá un bandoneón. Él, obrero municipal, no podía comprármelo. Y fue a la familia Anconetani, que le dijeron que podían hacer un acordeón con todas las tonalidades. Aceptó y fue pagando, de los 13 a los 15 que me lo dieron.
Pero no había maestros, era 1953, aunque hoy tampoco hay: soy autodidacta, y recién ahora voy a tener un maestro que me va a aligerar para leer las partituras, porque todo lo hago de oído.
Maestros y próceres
—¿Qué enseñanzas le dejaron figuras fundacionales como Emilio Chamorro, Isaco Abitbol, Tránsito Cocomarola, Ernesto Montiel o Tarragó Ros (padre)?
—Y Damasio Esquivel, Francisco Casís, Apolinario Godoy. Todos esos maestros no están más. Y yo que tengo 80 años los extraño; y me da mucha pena que los chicos que tienen 20 años no tengan maestros en quien apoyar sus inicios. Esos señores fueron mis maestros, de cada uno aprendí: de uno los intervalos de segunda, los acordes aumentados o disminuidos, de otro el repiqueteo de las notas, de otro el silencio.
Pero también aprendí a matizar con mi acordeón como Carlos Gardel con su voz. Aprendí a escuchar las notas como las emitía Ella Fitzgerald. Aprendí a escuchar a Enrico Caruso, a Fiódor Chaliapin; al violín del gran maestro Yehudi Menuhin y a Stéphane Grappelli: de Menuhin aprendí la técnica, de Grappelli el entrar suavemente. Y aprendí al escuchar en el medio de la selva a un violinista wichi que me mostró su violín hecho con una latita, con una cuerda hecha de cola de yegua: me tocó la música del monte, tan bella como la de Isaac Stern. Porque no podemos dejar de lado el conocimiento del aborigen, que sin nada hizo mucho.
—Es muy interesante la anécdota que tiene con “La calandria” de Abitbol en Austria. ¿Podría recordárnosla?
—El que lea va a entender por qué no necesito tocar ninguna otra música que no sea mi chamamé en cualquier parte del mundo. Estaba tocando en una iglesia en Austria, hacía mucho frío. Recuerdo que la iglesia tendría unas 120 personas, hay que tener ganas de salir con 20 grados bajo cero a escuchar a un hombre que no conocen tocando una música que no conocen y quedarse todo el concierto.
Terminé de tocar, la gente se puso de pie y aplaudió, con tanta ternura, que me dieron a entender que les gustó lo que había tocado. Me senté para tocar otro tema, pensando “¿Qué toco?”, se me ocurrió “La calandria”, el primer chamamé que yo escuché del Cuarteto Santa Ana (en realidad lo tocó Isaco solito).
Terminé de tocar “La calandria”, como sé hacerlo y como puedo hacerlo, y una señora me preguntó si hablaba alemán, le dije “nein”, entonces me preguntó en francés: “Señor Barboza: acabo de escuchar esta música que usted dijo que se trata de un músico argentino. Pero ¿de qué origen es ese señor?”. Ahí comprendí la pregunta, porque tiene sonidos propios de Isaco, que era correntino (nacido en Alvear) pero tenía otros orígenes. “Señora, este autor argentino se llama Isaac Abitbol”, (ahí abrió los ojitos), “él es de origen judío y árabe, sefaradí”. “Señor Barboza, ahora comprendo todo”.
Ramírez y Birri
—Con Santa Fe, lo unen dos hitos en este tiempo: colaborar con Fernando Birri en la música de “Los inundados”, y con Ariel Ramírez en la “Misa Criolla”. ¿Qué recuerda a la distancia de esas vivencias?
—Maravillosas, porque yo era muy joven; pero habiendo recibido de mi madre el saber respetar el tiempo de la palabra del mayor. Nunca hablo primero cuando hay un mayor, primero escucho. Mi madre accidentalmente (porque sus padres tuvieron que viajar) nació en Santa Fe. Su sapukay-llanto fue dado en Santa Fe, después creció en Curuzú Cuatiá, donde era guaraniparlante como mi padre.
Birri fue mi maestro. Lo conocí en aquella época pero no sabía cómo era físicamente. Pero me acuerdo del momento de grabar. Mi papá me dijo: “Ariel Ramírez quiere hablar con vos”. Fui a hablar con Ariel y me preguntó si podía tocar un tema que había compuesto, que se llamaba “Los inundados”. “Pienso que sí, si me permite lo toco y usted me dice”, le contesté. Me lo mostró, lo toqué como me salió y le gustó, me dijo “estás contratado”; en esos años también decía “estás despedido” (risas).
Toqué en un estudio, el que está tocando en pantalla es otro señor. Sentí que le daban importancia a mi arte, a pesar de mi inexperiencia (aunque a los 12 había grabado “La torcaza” de mi padre, con el grupo Irupé). Con Ariel, hice los teatros acá en Buenos Aires, donde por primera vez se tocó chamamé; y luego hicimos giras por todo el país desde el norte total de la Argentina hasta el sur, en ómnibus. Y siempre hubo una relación enorme de amistad entre todos los compañeros y compañeras, nunca hubo una falta de respeto hacia ellas.
Durante cuatro años, viajamos con ese gran maestro. Y ya de grande lo vi al maestro Birri, que era muy dicharachero, y me he divertido mucho con su sabiduría. Estoy feliz de haber pasado por esta vida conociendo tanta gente de quienes tanto aprendí.
Por el mundo
—En 1971, fue uno de los primeros artistas argentinos en visitar la Unión Soviética. Diez años después llevó el chamamé a Japón. ¿Cómo era abrir esos espacios, en tiempos de menos conexiones?
—Era difícil ir a Rusia, prácticamente imposible. Viajamos vía Senegal. Fui porque un grupo no pudo ir a último momento, y el señor Buschiazzo (mi manager) me preguntó si no quería ir. Hablé con mis compañeros, dijeron que sí, y fuimos los cuatro a tocar. Hicimos una gira de tres meses por Rusia. Fue maravilloso encontrarme con Leonor González Mina, con Mario Gareña, Los Olimareños, con todos los colegas sudamericanos que fueron.
Aprendí tanto en esa gira, y cómo nos tienen a nosotros. La primera vez que salimos vino la traductora y dijo: “Mañana tenemos que salir a hacer un ensayo, el bus va a pasar a buscarlos a las cinco de la tarde”. Con sorna dijo: “A las cinco hora soviética, no argentina, por favor”, porque sabía que a los argentinos nos cuesta llegar a horario.
Tiré un papelito en la calle y una viejita se levantó de la silla y fue a tirarla ella misma a un tacho de basura que estaba a 20 metros. Me miró como diciendo “esto es lo que hay que hacer”. Supe que estaba en el error, lo aprendí para toda mi vida.
Allá salí a tocar chamamé, como siempre, y la gente aplaudía mucho y de verdad. En Rusia, aplauden el chamamé como a veces no lo aplauden ni en la Argentina. Y luego, cuando fui a Japón, fui a la casa de una cantante, porque estaba el señor Yoshio Nakanishi. Toqué, Nakanishi no dijo nada, y a los tres o cuatro meses recibí una carta preguntando si no quería ir a tocar esa música a Japón. Hablé con Nicolás Oroño y Mateo Villalba, nos fuimos con la orquesta de Salgán con De Lío. La gente se ponía de pie igual que los rusos.
En el ’86 y el ’87 fui por última vez desde la Argentina, con Octavio Osuna: de ahí me fui a París, a intentar hacer escuchar nuestra música en otro lado. Tenía ya 50 años, y gracias a que mi esposa Olga me insistió fuimos a Francia, después de decidir que era el lugar al que queríamos ir. Pero no conocía el idioma, no teníamos dinero, pero igual fuimos, sin molestar a nadie. De repente alguien me conoció y me preguntó si no quería tocar en el Trottoirs de Buenos Aires, que era una casa argentina muy famosa en Francia. No me pidieron que tocara tango, pero propuse hacer algunos; uno de ésos fue “Adiós Nonino”, de Astor Piazzolla.
La attachée de prensa, Martine Delplace, había mandado diez preguntas a diez artistas que pasaron por ahí, sólo uno respondió; Martine no me quiso decir quién era, “pero con ésta basta”. Una semana antes del espectáculo salió una nota en un diario. Había una fotito chiquita mía, sobre la izquierda, y un rectángulo encuadrado más abajo, fotocopia de una carta manuscrita. Me compré una lupa para leerla, vi la firma y era de Astor Piazzolla. Decía: “Yo sería incapaz de tocar un chamamé, hay que nacer Ernesto Montiel, Cocomarola, Isaco...”, y me nombró. Piazolla y Troilo eran fervientes admiradores de la manera de tocar el bandoneón de Isaquito.
Luchador
—En esta gira (Santa Fe, Paraná y Gualeguaychú) tendrá como invitado al Chango Spasiuk. ¿Qué opina del Chango (admirador suyo)?
—Al “Changuito” lo conocí cuando era jovencito, y ya tenía una forma de tocar muy personal; con los años fue adquiriendo experiencia. Se ha convertido en un artista que el público en general ama su música. Tiene un nombre y una trayectoria muy interesante, lo que hace que el hecho de tocar junto a él sea un momento muy agradable. No es la primera vez que lo hacemos, porque es un joven luchador que trabaja, hace giras, intenta difundir su música, la música de su región. Lo respeto y tengo una enorme consideración hacia él.