Estanislao Giménez Corte | @EstanislaoGC
Estanislao Giménez Corte | @EstanislaoGC
“¿Han probado vivir sin mitos? ¿No son peores los amaneceres, más agrias las jornadas de trabajo, más triste el amor, más previsible el futuro?”, Ignacio Paco Taibo II
I
Tanto hemos mirado hacia afuera, engolosinados y saciados por la industria cultural y por el canon de los productos “de allá” (sus artistas, sus obras, sus historias, sus modas, sus posters, sus lenguajes), que esa lejanía-distancia, que esa admiración de orden geopolítico y geográfico, se constituyó en una vara para mensurar las calidades de las cosas, para elaborar nuestros juicios y, a consecuencia, para ubicar la destinación de nuestro aplauso.
Ello funciona, todavía hoy, a partir de una ecuación de inspiración matemática: la validación de acuerdo a su mayor o menor “ajenidad” o “extranjería”. A mayor distancia en el tiempo y en el espacio, dicta la operación, las obras y las personas parecen mejores. Cuánto más lejos, más vale, parece ser el aforismo.
Merced a este patrón, dilatado en ciclos como un mantra sobre nuestros hombros, se impuso subterráneamente entre nosotros una suerte de frase popular o de supuesto entendimiento colectivo de “partición en parcelas”, como diría el maestro: “lo de afuera siempre es mejor”; “lo de acá no puede ser bueno”; “hay que irse para hacer algo bueno”.
La ecuación, asumida por todos, pone en el territorio, en la región, en el lenguaje y aun en el exotismo, las virtudes a reonocer.
Allí están las obras sobre lo nacional pensadas desde Europa; la literatura que cuenta la argentinidad desde la distancia o la descripción de nuestra idiosincracia e historia de país marginal desde el epicentro. Los casos, en el arte argentino, se cuentan por cientos: Piazzolla fue vilipendiado en el país por su “anti-tango” hasta que Europa comenzó a consagrarlo; Borges era un polémico escritor “no-argentino” hasta que se inició un lento reconocimiento extramuros, en las universidades de Estados Unidos, primero y en la obtención del premio Formentor, en 1961, después. Pensemos en los casos de Saer, de Barboza, de Yupanqui. Empero, esa mirada, que asumía su autoridad por la distancia y por la lengua, pareciera entrar en crisis en los últimos años.
II
Muchos de los que se fueron, “para hacerla”, sin embargo, “la hicieron” con su formación intelectual o artística asumida aquí y quizás sólo lograron, allá, encontrar un mercado que los habilitaba, paradojalmente, ante sus pares. En la literatura y en la música se han dado muchos casos y no menos equívocos. El mote “provinciano” o “regional”, como karma y horror de identidad, ha acompañado a grandes artistas que no han sabido, querido o podido irse físicamente, pero cuya obra aplasta la de muchos pelafustanes radicados en grandes metrópolis; sujetos que por ese sólo hecho consideran para sí una suerte de superioridad moral. “Expuso en París”, por caso; “estudió en EEUU”; “publicó en España”. Así funcionan, tristemente, las cosas. Una ciudad, no un talento; una extranjería, no unos dones, parecieran decidir las suertes. Pensemos en los casos emblemáticos de Di Benedetto y Héctor Tizón.
III
Como amante del rock (en retiro efectivo pero todavía), toda mi vida escuché nebulosamente los nombres de los grupos santafesinos “de la década del sesenta y setenta” que, en apariencia, habían sido importantes representantes del género en una época de enorme movilización: Los Bichos de Candy, Them, Virgem, Alma Pura son algunos de esos. Aquellas referencias se basaban especialmente en testimonios de madrugada y de ocasión, ya que no existía, ni existe casi, una industria que aborde, estudie, describa esos episodios. Nadie había contado esa historia, latente como si una tradición oral la hubiese mantenida en el inconsciente colectivo, hasta el año pasado...
Un grupo de cineastas, productores, fotógrafos, gestores de la ciudad, esforzadamente, presentó en 2017 el documental ¿o debería decir bio pic? “Comarca Beat 65-75”. Es una obra de rescate pero no nostalgiosa, que funciona por sumatoria de capas que van construyendo, no una historia, diría yo, sino una suerte de mitología de lo nuestro, alternando tempos, acontecimientos, testimonios, músicas, anécdotas para señalar la importancia de una época y de unas personas. Una historia de lo que sucedió acá nomás, ayer nomás, y que nos hemos encargado de ignorar o, como se diría ahora, de “invisibilizar”, merced a las consecuencias de la ecuación del inicio.
Las capas de la obra, moldeadas con pulso apasionado por su director Alejandro David, incluyen entrevistas, fotografías, filmaciones recuperadas, recortes de diarios, tapas de discos, en una disposición particular que decide un ir y venir en el tiempo, un convite y el retruco entre los jóvenes que lo hicieron y los veteranos que lo memoran. Deviene así una construcción testimonial, coral y “polifónica”, como diría cierto autor.
Esas capas proponen, esencialmente, una reivindicación de los artistas de aquí; construyen una estética tercermundista e “interior” de una época de explosión cultural (las décadas aludidas); forjan la memoria de ciertos nombres que le dieron carnadura a un movimiento importante y sucesivamente olvidado. Pero ese costado del film, que podemos considerar la parte testimonial, es sólo una. Hay otra que es vivencial y experiencial: es el encuentro, en los ensayos y en el recital grabado en el Patio Catedral, entre varias generaciones de músicos.
Así, uno de los hallazgos de esta pieza es el viaje en el tiempo, un trip intergeneracional que pasa del anecdotario al encuentro en un escenario. Hay una frase de David que es ilustrativa y funcionó al modo de una epifanía, de una revelación: “¡Pará!... tenemos un Tanguito en Santa Fe”. Ello puede (no lo sé) haber funcionado como hipótesis: hagamos algo a partir de la historia, pasión y muerte de este representante de nuestro rock que no le envidiaría nada a nadie y que sólo por una sucesión de acontecimientos fortuitos no tuvo lugar en la luz pública nacional: es el caso de Miguel Bertolino. Cuántos casos hemos conocido de talentosos artistas opacados por Salieris (aunque la anécdota del film es incorrecta); cuántas voces que por muerte, errores, conspiraciones empresariales y comerciales, mala suerte, errores estratégicos, fatalidades, no pudieron o supieron cargar con un destino que parecía bien otro.
En “Comarca ....” se suceden, con un bello tono sepia acorde a la época, las referencias al Berduc Rock (el movimiento hippie en la naturaleza de la isla. El “Woodstock” santafesino en los 70‘s), testimonios de los músicos protagonistas y también de historiadores, periodistas, artistas plásticos, teatristas, cineastas, con un valioso material fílmico y fotográfico inédito.
IV
Las ciencias sociales han elaborado numerosas acepciones para el concepto de mito: podemos entenderlo como narración o relato; como un efectivo instrumento, canal, medio o soporte de comunicación de saberes; como fenómeno que “proporciona formas de comprensión de la experiencia” para dar sentido a lo que ocurre a nuestro alrededor; como una imagen o una alegoría que traduce relaciones existentes en el universo o en la vida; como forma de creencia y de conocimiento anterior a la ciencia; como un boceto o representación del momento histórico que se vive; como manifestación de los sentimientos fundamentales de cada sociedad; como un modo de penetración en los fenómenos misteriosos para el hombre (como los de la naturaleza). En todas estas alusiones, creo, se encuadraría la idea sustantiva de esta obra: pensar lo nuestro desde nosotros, para que los de ahora hagan -finalmente- justicia a los de antes.