Leonardo Pez
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El escritor dialogó con El Litoral sobre su flamante ensayo, en el que recorre la trilogía integrada por “Alta Suciedad”, “Honestidad Brutal” y “El Salmón”.
Leonardo Pez
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Walter Lezcano visitó recientemente la ciudad para presentar “Días Distintos. La fabulosa trilogía de fin de siglo de Andrés Calamaro”, editado por Gourmet Musical. El polifacético escritor nacido en Goya conversó con El Litoral sobre la obra posterior a “Luces Calientes” (seleccionada días atrás para integrar la Feria del Libro de Frankfurt).
Trilogía
La figura pública de Andrés Calamaro atravesó la paradoja de, a pesar de haber sido muy retratada entre 1997 y 2000, no llegar a ser contada desde el ensayo. En su búsqueda de abordarlo como un objeto cultural complejo, Lezcano se desplazó en varios niveles. “Lo primero fue escuchar. Escuchar los discos y pensar mucho”. Luego, visitó hemerotecas y archivos, accedió a revistas (entre ellas, el archivo de revistas de rock del editor de Gourmet Musical, Leandro Donozo), y material colgado en YouTube. “Dentro de esa laguna podía abonar mi territorio”.
¿Por qué me gusta tanto Calamaro? ¿Cuál es su injerencia dentro de la cultura argentina? Entre ambos interrogantes, el autor de “Días Distintos” situó su deseo y, en consecuencia, su acción. “Quería aportar algo de lo que me pasaba con esos discos. Poder conectar con el lector desde un lugar honesto y profundo, leal a una época de mi vida. En 2002, 2003 estaba atravesando un momento duro con mi pareja. Prácticamente no teníamos para comer. Pero con sus canciones, en algún sentido, podíamos pasar el tiempo. El ensayo tiene que ver con la experiencia: tratar de entenderse uno, entender un territorio y una época. Ahí se inserta el artista”.
“Días Distintos” trabaja sobre varias hipótesis, una de ellas es que los álbumes producidos entre 1997 y 2000 funcionan como trilogía. “Hay una continuidad compositiva y energética, de ethos y de pathos, disco a disco. Sin el éxito de Alta Suciedad, Andrés no hubiese tenido la espalda para sacar Honestidad Brutal. Y sin el impulso que tuvo en Honestidad Brutal, no hubiese podido llegar a conquistar las 103 canciones de El Salmón”. Sumado a eso, Calamaro fue modificando su relación con el entorno, de la exposición al encierro. “En la época de Honestidad Brutal, las giras fueron muy erráticas, hasta que dejó de tocar porque no estaba interesado en eso. También empieza el happening, esa posibilidad de que el invitado cree con él. Cuenta el mito que para entrar al departamento de Andrés, el boleto era participar de alguna forma en una canción”.
Otra de las hipótesis de Lezcano es que los tres álbumes se articulan como una trilogía de fin de siglo: “Alta Suciedad” como disco menemista, con dinero y exhibición; “Honestidad Brutal”, a mitad de camino entre las condiciones caseras de grabación y los grandes estudios; y “El Salmón”, como la operación derrumbe. “Hay factores políticos, sociales, personales, psíquicos y de consumo que desembocan en El Salmón. A su edad, Calamaro había adquirido una experiencia y un nivel vocal de sus épocas en Los Abuelos y Los Rodríguez. Tenía un discurso público muy atractivo: cuando hablaba, no era el rockero típico. Era magnético y no terminabas de entender si era por fachero o porque sus ideas eran muy revolucionarias”.
El Salmón
La última pieza que deconstruye Lezcano es “El Salmón” (entre sus preferidas, nombra “La verdadera libertad”, “Gaviotas”, “Horizontes”, “El Salmón” y “Lorena”). Justamente, en el primer dedo de ese álbum, se encuentra la canción que titula el libro. “Andrés estaba viviendo días distintos. Se había corrido de la experiencia ordinaria, para pasar a tener una experiencia extraordinaria. Además, había una especie de conteo antes de que termine el milenio. Los días tenían más de 24 horas”. “El Salmón” conjugó una revolución interna y social, que “acerca a Calamaro al rock, al punk y al ácrata. Es conmovedor ver alguien que se hace cargo de lo que piensa y actúa en base a la altura de su discurso. Ese tipo de entregas, cuando es honesta, es reconocida”.
Lezcano lee a El Salmón, como un gesto artístico profundamente atravesado por coordenadas espacio-temporales. Por un lado, funciona como un atlas “que linkea un montón de elementos que se van retroalimentando. Andrés ambiciona retratar el siglo XX y hace un paneo por las artes que no hubiese sido posible en un disco único, doble o triple”. Por otro lado, en el plano temporal, representa varios hitos.
“Es el fin de una era. Me parece que había un hartazgo frente a la pasividad de la sociedad. Entregándose a las drogas como combustible para seguir componiendo, llevó una guerra de un solo hombre contra la política de las discográficas: el músico de rock que entrega ocho canciones cada tres años; la temporalidad con la que trabaja el músico profesional, etc.” Además, es una obra adelantada a su época. “Anticipa el streaming y el sonido rústico, la adoración del lo-fi”.
—¿Por qué creés que Andrés Calamaro ocupa el lugar de artista menor para cierto imaginario del rock argentino?
—Se habla de la figura de “artesano de canciones”, como una categoría menor. En general, el extraño a situaciones lúcidas considera que todo es mucho menor. Una persona poco sensible, que nunca se drogó en su vida, no entiende de lo que está hablando Andrés. Lo que pasa fue que su figura de compositor de hits tapa un poco aquello que tiene una estructura compleja, turbia, antisocial, que tiene ganas de que la gente revolucione su vida. Si bien es visible el deterioro de su estado físico en esos años, su discurso en absoluto estuvo caotizado o cooptado por el sinsentido. En “Horarios Esclavos” plantea que la gente vaya tras su deseo sin importar el capital. “El Salmón” habla de Pinamar, Yabrán y el paco. Ese tipo de ideas que no están en ningún otro artista pop de ese status.
Todo lo demás
Este 2018, Andrés Calamaro celebra el 40° aniversario de su primera grabación, el álbum debut de Raíces, “B.O.V. Dombe”. El complejo universo artístico que supo construir tiene otras zonas, poco mencionadas, como su rol de productor de bandas icónicas de los ’80 (Enanitos Verdes, Don Cornelio y La Zona) y sus permanentes colaboraciones con artistas de géneros y trayectorias diversas. “Es un melómano, un nerd del estudio de grabación. Sabe como manipular máquinas para grabar bien. Deslegitima la idea de inspiración en pos de las ideas de trabajo y de entrega. Además, es lector de libros que no son habituales en el rock: Henry Miller, Cioran, Houellebecq. Eso se relaciona con su necesidad de hacer covers: la cita como utilización de energía ajena para reforzar lo propio y el cover como la forma de medirse con lo que más admira y resignificar su obra. Esas son las cuestiones que nos olvidamos de los grandes hombres”.
—¿Cómo leés al Calamaro post-2000?
—Es un momento de recomposición. Como toda persona que se entrega a una experiencia límite, necesita de tiempo para poder procesar todo lo que vivió. Empieza a recibir ayuda para volver a conectar con los elementos propios de un músico: volver a tocar y perder el miedo a la gente. Necesariamente, tenía que volver con ese tipo de discos, donde es intérprete y coquetea con el tango. Litto Nebbia lo impulsa a componer otra vez. “El Palacio de las Flores” es un disco muy poco valorado, como si hubiese quedado como un gesto de rescate a Andrés y no como una obra que se puede disfrutar en sí misma. Fue un disco bisagra. Porque vuelve a componer y a grabar, pero con la valoración del creador del rock nacional, un espaldarazo impresionante. Calamaro siempre quiso formar parte del linaje grande del rock nacional. A partir de ese disco, asume con toda naturalidad su estatus de clásico y puede usar el lenguaje que él mismo creó, y después usaron Estelares y Los Tipitos, entre otros.
—¿Qué características tiene ese lenguaje?
—Es una forma muy personal y honesta de cantar. Hay un mix de influencias que, en la voz de Andrés se lleva adelante con una pronunciación que solo él tiene. En cuanto a las líricas, son canciones de una entrada muy fácil que parece que ya las escuchaste antes, por más que sea la primera vez. Siempre te agarran con las guardias bajas. Dentro de esas líricas, tiene una vuelta de rosca: hace un juego entre lo visible y lo latente. Las notas que utiliza para sus canciones son muy accesibles a todos, pero hay un elemento que funciona como la traición inesperada. Hace el entre con toda la dulzura y amabilidad y después mete por el otro lado: “se ve que para algo usé la cuchara / porque no encuentro sopa, postre ni ensalada”. Esa canción la estrena en horario central para toda la Argentina... ¿qué pensaba la gente de eso? Ese tipo de jugadas de Andrés hizo escuela. En algún sentido, resignificó el sonido del rock nacional. Además, tiene algo increíblemente humano: lo ves cercano. Eso es inspirador para cualquiera. Te impulsa a preguntarte ¿qué estoy haciendo de mi vida frente a este océano de canciones?