Mauricio Yennerich
Mauricio Yennerich
La historia económica despliega su lógica cotidianamente. La disputa hoy en el frente político electoral es, por un lado, entre quienes dicen que íbamos camino a ser Venezuela y hoy, con mucho sacrificio, tenemos un capitalismo con todas la letras y por otro, entre quienes dicen que éramos Alemania y nos hemos vuelto una gran estancia.
Cuando digo capitalismo con todas las letras, pienso en lo que plantea Piketty, que “la desigualdad no es necesariamente mala: el tema central es saber si se justifica, si tiene razones de ser”, la otra vertiente, la otra estribación local de la gran bifurcación que vive hoy el mundo, es la que se autoproclamó un “modelo de desarrollo”, cuando en realidad no fue otra cosa que una variante displicente del neodesarrollismo con industria pigmea.
Ambas posturas, antes que el razonamiento, procuran el escándalo. Dificultan la comprensión de la que es, por estas horas, quizás, la contradicción central, la destrucción lenta y constante de la clase media patrimonial, que fue una de las más, si no la más, importante innovación social de la humanidad. Comparable al celibato de los clérigos de la sociedad medieval o a la extensión de la imprenta, el libro y la cultura letrada de la temprana sociedad moderna, por mencionar sólo dos innovaciones hoy devaluadas, por supuesto, en la era zombie de las pantallas.
“En este torbellino donde nada importa”, diría Charly, a la ciencia le cabe la tarea de refinar el sentido común, instrumentar los conocimientos, evitar las distorsiones de la ideología. Esta advertencia puede formularse de mil modos, al breviario, le bastarán un par de ejemplos: las interpretaciones a la ligera que se hicieron de la Revolución Rusa y la no menos tóxica postura engendrada en torno a los discursos de poder de los voceros del Washington Consensus.
Teoría de calibre
La economía es un terreno particularmente difícil porque todos creen “tener la posta”. Y en la arena pública, generalmente, los argumentos refinados se desacreditan de acuerdo a quien los ofrece, a los motivos de quien los sostiene, a sus intereses personales. Ésta es también la era de la sospecha, una edad oscura en la cual, la mera denuncia, constituye ya un juicio. Las redes sociales expanden ad infinitun el alcance del razonamiento ordinario, donde el afán en la lógica acusatoria, con la que se expresan las clases populares, puede entenderse sociológicamente, como la compensación de su caída, la destilería, la suma catártica de su insignificancia.
Por fuera o por encima del lodazal en el que cohabitan, fantasmagóricamente, los que “se robaron todo” y los “que son la dictadura”, sobreviven a duras penas los teoremas, las hipótesis, los axiomas, los principios, el domino de lo abstracto y generalizador.
El financiamiento del sistema científico, que es el lugar donde estos teoremas tienen cobijo, crecen y se desarrollan, en la Argentina, está fuertemente atado a los humores de los dirigentes de turno. Lo que vuelve inviable, no sólo una política industrial, que requiere del largo plazo y del disciplinamiento sectorial, sino cualquier política económica más o menos coherente. Ésa es una verdadera tragedia argentina: el autodesprecio que ha significado privarse de teóricos con agudeza crítica. Por ejemplo, hace poco más de un año, Víctor Ramiro Fernández, santafesino dedicado de las ciencias políticas y sociales, ha publicado “La trilogía del erizo-zorro”. En este libro, que tuve el honor de reseñar para la Revista Pampa, Ramiro, expone las restricciones de tres perspectivas sacrosantas para burócratas y asesores desprevenidos: las cadenas de valor, el nuevo regionalismo y el enfoque de variedades del capitalismo. Cuanto más inadvertido pasen libros de esta envergadura, menos posibilidades tendremos de dotar de un mínimo de verosimilitud la frase del día: “transformar la realidad”.
Priorizar el sentido común
Las controversias son bienvenidas, pues constituyen el reservorio de sentido común para el analista, pero al momento de tomar una decisión, las controversias, deben ser resueltas, provisoriamente, en el plano de la teoría. Y es lo que escasea. Buena teoría. Cada facción política tiene su libreto y sus especialistas. En algún momento los especialistas adversarios, sean del bando que fueren, deberían encontrar puntos en común para resolver los problemas que tiene la gente y para eso es la teoría. Fundamental sobre todo en un país donde cada persona es, potencialmente, una interna y donde rige la general de la ley según la cual, la misma teoría, está fuera del alcance de la mayoría de las personas interesadas en la economía. Que la gente común piense que podríamos haber sido Venezuela o que éramos Alemania, vaya y pase, pero a los cuadros no se les puede pasar por alto que es la historia económica la que nos dice qué clase de sociedad fue o es aquella en la cual hay que aplicar los esquemas teóricos.
Un tuitero contratado puede pensar que la gente vota de determinada manera porque es más o menos tonta, pero en las ciencias sociales, analizar el comportamiento, es decir, responder a la pregunta ¿por qué la gente se comporta como lo hace?, no se resuelve en un día. En su versión clásica, la economía es también una ciencia jurídica, una actividad legislativa inspirada en el derecho natural, cuya historicidad importa al momento de pensar la política.
En definitiva, los enunciados del sentido común, son un punto de partida fundamental para escudriñar una determinada racionalidad, funcionan más o menos en un registro de época. Tanto las opiniones populares como los logros analíticos de la ciencia, importan para una historia del pensamiento económico, sin embargo sólo los instrumentos de la teoría, tienen, además de una riqueza particular en sus puntos de vista, un manantial surgente de buenas ideas en el modo con que se arguyen y se utilizan los instrumentos de análisis.
(*) Nota a partir de una lectura preliminar y parcial de Historia del Análisis Económico de Schumpeter.