Ignacio Andrés Amarillo
Ignacio Andrés Amarillo
“La mirada o el río al que las personas se arrojan a un pozo” ya tiene, desde el título, un disrupción lingüística: podemos sospechar desde antes del comienzo que algo está sucediendo allí. La obra de Niem Nitai (gestada en el contexto del platense Viejo Almacén El Obrero), que pasó en diciembre por Santa Fe en el marco de una gira nacional que se prolongará en 2019 (y promete regreso), es un canto a las alteridades.
Hay un permanente cambio de registro, en la dramaturgia y en las actuaciones, y sin embargo hay una continuidad de significaciones: las soledades compartidas, los traumas, los mandatos sociales o biológicos (“haceme un pibe”), la incomunicación, que no es otra cosa que un corrimiento entre dos estructuras de significado.
Entramados
Es la historia de A, B, C y D (C será Ofelia en algún momento, cuando reclame otro nivel de nominalidad). La historia comienza como un conjunto de monólogos en flashbacks, contando de manera casi policial el plan que D trama con la complicidad de su esposa C para quedarse con la casa de A. Este trabaja en un peaje de autopista, parece un candidato poco atractivo para una estafa con importación de pescado impulsada por la Federación de Tae Kwon Do.
Como las viejas espías de la Guerra Fría, C deberá seducir a A, que está casado con B, una partera de hospital con horarios complicados. Ahí estamos en otro género, y el cine de Hollywood trabajaría el juego del deseo entre el estafado, la Viuda Negra y la esposa fiel, o más o menos fiel. Todos los condimentos para un drama romántico, o para uno encima del otro: el bonachón, la esposa infeliz, la estafadora que es esposa infeliz del villano.
A partir de ahí se abren los discursos que se superponen (notable ejercicio polisémico y exigente para el espectador, que quizás no pueda retener ambos pero capta un segundo nivel del sentido), se sobredeterminan (detrás de la aparente vanidad o vacuidad de un comentario hay “algo”, aún cuando aparezca fuera de contexto), cobran densidad cuando lo escénico se vuelve absurdo (la “chilenidad”, las patas de rana): drama y el existencialismo se le montan en capas superpuestas.
Discursos de sí
Porque la presencia de los actores está allí, haciendo slalom entre las significaciones: comediantes que hablan de la soledad, intérpretes dramáticos hablando de bichos, minimizando su fisicalidad atrás de la voz y llevando al frente su materialidad; aunque nunca dejan de ser, en el fondo, un discurso: un relato sobre sí mismos, sobre lo que son, lo que no y lo que podrían o querrían ser (hasta las marcaciones verbales de “entro” y “salgo”, reforzada por la puesta de luces de Negro Cogo, refuerzan la performatividad del lenguaje.
Ahí crecen Alejandro Santucci como el atribulado A, Karina Ruiz como la frustrada B (un personaje que se expande durante la obra), Mario Parmiggiani como el taimado D y, por sobre todos, Sofía Boué como C/Ofelia, capaz de tañer en distintas cuerdas la notas justas. Todos apoyados en la mínima escenografía de Sol Santacá, con el vestuario y maquillaje entre acotado y extremo de Florencia Gangoiti.
Más allá de ellos está la caja luminosa, el misterio último: la sustracción definitiva de la significación, aquello que marca la frontera de lo indecible.