Ignacio Andrés Amarillo
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I
Bach tenía dos ídolos. Uno de ellos era Dieterich Buxtehude, que era para él lo que Bochini para Maradona; alguna vez caminó 400 kilómetros desde Arnstadt hasta Lübeck para verlo tocar el órgano y aprender de él (de hecho, la Passacaglia y fuga en Do menor BWV 582 es hija de la Passacaglia en Re menor BuxWV 161, entre otras herencias). El otro, con el que sólo interactuó epistolarmente, fue Georg Friedrich Händel (George Friderick para los ingleses): radicado en Londres, haciendo óperas y oratorios para las grandes salas de la capital británica, con los mejores intérpretes a su disposición, era una especie de Andrew Lloyd Webber de su tiempo.
Bach se quedó con las ganas de hacer óperas, muchos de sus encargos fueron tocados por formaciones dudosas al servicio de cortes, e incluso las mandó sin asistir a sus estrenos, así que nunca las escuchó fuera de su mente. Su manera de ir más allá fue hacer una música que estuviese buena más allá de quién la toque. Una forma fácil de probarlo: en Internet encontrará versiones Midi de buena parte del material instrumental, aproveche esas versiones mecanizadas (la de la Sonata para Flauta en La mayor BWV 1032, por elegir algo) para ver cómo aparece el intelecto del autor, la arquitectura del contrapunto y la potencia de los motivos (al fin y al cabo, la melodía de la flauta en la Badinerie de la Suite Orquestal N.º 2 fue un gran ringtone monofónico para el Nokia 1100).
II
“Quien ama a Bach, ama la muerte”, parece que le dijo Jacobo Fijman, el poeta del Borda, a Astor Piazzolla. Algo de eso hay: quizás no sea un amor a la muerte, sino un baile con la eternidad, una trascendencia histórica.
La música de Bach tiene una rara particularidad de las grandes obras artísticas: ser un buen exponente de su tiempo y su período (el barroco) y al mismo tiempo ir más allá. Así, si uno se corre de la interpretación historicista, su música puede sonar como venida del futuro. En buena medida porque pudo trascender incluso la instrumentación de su época: “El clave bien temperado” (como se conoce a dos ciclos de preludios y fugas) es una mala traducción, porque “klavier” quiere decir teclado. Así que el buen Johann Sebastian estaba pensando en los instrumentos de teclado por venir (a veces obviando algunas indicaciones), empezando por el piano, cuyos primeros experimentos ya estaban en marcha.
Así, creó obras que vienen siendo reinventadas por diferentes pianistas, de Glenn Gould (el genio con Asperger que persiguió la perfección en la interpretación de las composiciones de Bach), Martha Argerich y Daniel Baremboim a Hélène Grimaud y Pierre-Laurent Aimard, que metió un hit discográfico con su versión de “El arte de la fuga” (hay que ser guapo para entrarle a ese trabajo después de la interpretación de Gould, dicen algunos; lo mismo habrán dicho cuando Sol Gabetta hizo el Concierto para cello y orquesta en mi menor Op. 85 de Elgar, después de que Jacqueline du Pré la grabe dos veces; pero eso sería para otro momento).
III
En estos tiempos modernos de la era fonomecánica de la música, no es raro que algún intérprete tome una canción ajena, la haga propia y trascienda más que la versión del autor. Difícil de medir hubiese sido en tiempos sin electricidad, donde la música mantenía ese carácter efímero de existir mientras se tocaba, y circulaba bajo la forma de partituras que sólo sonaban en las manos del ejecutante de turno. ¿Podía entonces alguien superar con un arreglo una orquestación original?
Se ve que sí: el Concierto para oboe y cuerdas en Re menor de Alessandro Marcello se convirtió en el concierto para teclado hoy catalogado como BWV 974. ¿Qué sería de Christian Grey, el de las “Cincuenta sombras”, sin tocar el Adagio en medio de sus sesiones de sadomasoquismo? ¿Cómo ganaría intensidad la miniserie “Sharp Objects” sin la versión del mismo movimiento en las manos de Alexandra Strélinski?
IV
Bach vive entre nosotros, estimado lector. Sin despreciar alguna relectura historicista, con instrumentos de época, puede aprovechar y escapar al calor santafesino viajando con las sonatas y partitas para violín solo grabadas por Midori Goto en el castillo de Köthen (o con las versiones de Jascha Heifetz, si es más tradicional), con el “Quia respexit” del Magnificat en Re mayor BWV 243 grabado por Tarja Turunen o, más futurista aún, con la Passacaglia reinventada por Guillermo Cides, en capas superpuestas de Chapman Stick grabadas con un loop digital (grabadora en tiempo real). Tradicional o futurista, el viejo maestro nos sigue dando lecciones de genio y belleza: eso es bailar con la eternidad.