Leonardo Pez
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La escritora santafesina, radicada en Buenos Aires, habló de su flamante libro “La escapista”. Las diferencias con “Flaquito”, la construcción de una nueva voz y los registros urbanos y rurales fueron algunos de los destinos del viaje hacia su segunda obra.
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Larisa Cumin es una escritora y docente santafesina, radicada en Buenos Aires. Formada en Letras (UNL), y con una especialización en Lectura y Escritura (Flacso), actualmente cursa la Maestría de Escritura Creativa (Untref), a la par de otras actividades como narradora oral, y coordinadora de talleres de lectura y escritura. En noviembre de 2018, publicó su segundo libro de poemas “La escapista”, motivo por el cual dialogó con El Litoral.
La mojarra
Cuatro años después de su ópera prima, “Flaquito” (2014, Corteza Ediciones), Larisa Cumin publicó “La escapista”, de reciente factura a través de la editorial platense Club Hem, que integra el colectivo Malisia. La obra forma parte de la colección Ojo de Tormenta, cuyo sello es el carácter doble del libro, al estilo de los ya anticuados splits (NdR: disco compacto editado por dos artistas para reducir costos). La pareja literaria es su amiga (y compañera del colectivo La Chochan) Rosina Lozeco, autora de “El brillo de mi descendencia”.
“Venía escribiendo el libro y lo terminé en 2017”, cuenta Larisa. “Celeste Diéguez (editora de Hem) me escuchó leer ‘Lelo’ en el Festival Internacional de Poesía de Rosario y, después, en una lectura en FM La Tribu. Ella quería publicar a Rosina, y como los libros son dobles, trabajamos como pareja literaria. Después, trabajé a distancia con José Villa y con Celeste. Hay cosas que no negocié, como algunas palabritas de lenguaje santafesino, por ejemplo: silleta y porrón. Porque es el sonido lo que resigno si las cambio”.
En una reseña para Bazar Americano, Matías Moscardi afirma que “si leemos los dos libros de corrido ellas dicen que se trata de uno solo la sensación es netamente fluvial: pececitos que se desplazan de un lado a otro del río, traficando versos de acá para allá, indistintamente”. Y sobre “La escapista”, en particular: “Es, en efecto, una mojarra que, después de haber sido pescada, quiere volver al agua. Los poemas de Larisa Cumin parecen peces elusivos; coletean, resbalan, se sacuden en la superficie, se asfixian si toman mucho aire: es fluir lo que mantiene su latido sincopado”. Su autora remata: “la escapista es la mojarra que se escapa del balde... pero igual, va a ir a parar a la sartén”, y larga una carcajada.
Otros lados
“El movimiento se demuestra andando... pues andemos”, recuerda el conductor. La poesía de Larisa no es ajena a la frase, y siempre está en marcha. Subida al auto, su “casa con desplazamiento”, o visitando la infancia con ojos de hoy (“la gente con la que jugabas / tiene ahora / pibes de la edad / en que la conociste”), no se detiene. “Siento que hay algo de pertenecer a un lugar o a otro. Como la tacuarita, que aparece en el patio y unas cuadras más allá”.
Más que cuadras, fueron kilómetros los que separaron a la poeta de su ciudad natal. En los últimos tiempos, dividió su vida entre Santa Fe y Buenos Aires (donde continuó sus estudios en la Universidad de Tres de Febrero). En la capital del país, Larisa se descubrió propia y ajena. “A veces, lo propio está en otro lado. Siempre supe que me gustaba bailar cumbia, pero cuando la escucho en Buenos Aires, me doy cuenta de eso que a lo mejor no veía porque lo tenía al lado.
Igualmente, el año pasado vine una vez por mes para dar un taller con Agustina (Lescano) y otro para Lectobus. Cada tanto, contaba cuentos. Ahora, creo que necesito quedarme más quieta, aunque no sé si me va a salir”, reconoce entre risas.
Además del salto a Capital Federal, la idea de escapismo remite a la otra cara de la moneda: Santa Clara de Buena Vista. “También está lo rural, lugares a los que se vuelve pero no para quedarse”. El campo tiene dos mojones en el territorio de “La escapista”: el Lelo y la Lela.
“En piamontés, la lengua que hablaba mi abuela, no existe la palabra amor. La manera de expresarla es a través de un montón de metáforas vinculadas al trabajo. Cuando me enteré que mi abuela había fallecido, estaba en el Festival de Poesía de Rosario (2015) y me tuve que volver. Casi un año después, un día que tenía frío abrí el ropero y encontré un pulóver de ella. Ahí entendí que esa mujer que quizá nunca me había dicho ‘te quiero’ lo había hecho de otra manera. Mi abuela era alguien que hacía todo muy rápido y medio desprolijo, pero el tejido no. Pensaba cada punto, y si le quedaba alguno medio flojito, desarmaba todo hasta llegar ahí. Ella se sabía de memoria los patrones, pero nunca repetía el mismo punto. Quizá cuando escribo también sea eso: pensar cada palabrita como si fuera un punto, y si no me gusta, volver y borrar. Es como cierta responsabilidad ética con lo que se hace o donde una tiene la pasión”.
Una voz
En los cuatro años que separan “Flaquito” de “La escapista” corrió mucho agua bajo el puente. “Creo que hay continuidades, más que nada, en ciertas obsesiones. Como la insistencia con la segunda persona (aunque acá es diferente) y la obsesión con los detalles. Quizá antes escribía más corto, y ‘La escapista’ salvo algunos poemas tiene eso de desarmar y animarme a decir más. Es más metonímico. Hasta el poema se me escapa. Aparecen los abuelos vivos en el poema, y después sus muertes. Cuando escribí ‘Flaquito’, lo pensaba como una historia, un rompecabezas narrativo, y los poemas se fueron ordenando así. Con ‘La escapista’ no sé si lo pensé conscientemente, pero pasa eso: hay una progresión, un avance hacia algo”.
Además, hubo muchas lecturas, sobre todo de poetas mujeres (en una apretada síntesis, recupera Diana Bellessi y Roberta Iannamico), sumadas a los poetas de los ‘90 que ya estaban. “Hay un diálogo con la poesía de mis amigos y la gente que está produciendo acá. Creo que no puedo decir ‘esto es deudor de...’, a veces me asusta ensimismarme. Si tengo que pensar en influencias de voces y sonidos, creo que tengo que buscarlas en la lengua familiar”.
Si de jugar con palabras y sonoridades se trata, Larisa ha sabido expandir ese universo con la complicidad de sus amigas Agustina Lescano, Paula Yódice y Joselina Martínez, en el espectáculo de narración oral para adultos “Atrapasueños”. “Cuando contamos los cuentos, no me los sé de memoria, tengo las imágenes y sé cómo suenan a medida que las voy diciendo. Siempre me importó la oralidad, quizá ahora desde otro lugar. Mucha de la transmisión literaria empieza ahí. Hay gente que no sabe leer o escribir, y te cuenta unas historias que te dejan con la boca abierta. Me interesa revalorizar eso porque es algo que queda fuera de la academia. La poesía modifica ahí donde está la ley, o sea, el lenguaje. A mí me gusta la literatura que piensa cómo está diciendo lo que dice, no que me cuenta una historia linda. Creo que el narrador oral incluso el que es innato o autodidacta no va a usar cualquier palabra, gesto o modulación para desplegar su anécdota. En la poesía, eso aparece de otras maneras: se puede jugar con el ritmo. A mí me encanta escuchar a los poetas, porque no todos construyen el sonido de la misma manera”. Y respecto a su flamante obra, la escritora entiende que “tiene otro trabajo con sonido: antes era más seco, y ahora lo siento más cantado. Quizá, entre ambos libros, haya afianzado una voz. No digo que necesariamente se tenga que quedar”.