Raúl Emilio Acosta
Raúl Emilio Acosta
Dos obras, con mucha naftalina, se presentaron en la temporada marplatense 2018/ 19: “Cartas de amor”, de A. R. Gurney y “Un enemigo del pueblo” de H. J. Ibsen.
En un caso dos jóvenes que se escriben cartas, se cuentan sus vidas y llegan a viejos sabiendo que se han querido sin tenerse bien. El antiguo teatro leído, una suerte de radioteatro fino, una lectura con vista a la calle.
Cuando joven lo practiqué. Es grato e indoloro. Soledad Silveyra sigue sin superar aquella Mónica Helguera Paz de la televisión, se comprende, a muchas estrellas les sucede que un personaje define su vida. Aquí debe hablar y lo hace. Su pareja, Facundo Arana, tiene un encanto parecido, sus telenovelas con Natalia Oreiro constituyen el sitio más alto de su popularidad. Ojalá vuelvan a encontrarse. El rating televisivo los precisa. Silveyra y Arana tienen un punto en común. Eran espontáneos en un medio poco natural. Ese es su mérito, son actores que brillan en TV.
La espontaneidad no es lo mejor en teatro, en radioteatro y su fineza: el teatro leído. Los personajes parecen espontáneos pero ése es un trabajo actoral de ensayo, concentración y sacrificio. Nada de eso es tan necesario para el teatro leído, se necesita la voz y Arana tiene un problema de dicción que no logra superar. Silveyra y Arana hacen de sí mismos en un texto que el tiempo se llevó. El esfuerzo es importante. No alcanza. Reivindiquemos la naftalina. Es un acierto mantener lugares e historias que se corresponden con el original. Adaptar más allá de las palabrotas que aparecen quitando la esencia de esa clase alta dirigente que formuló un Imperio (Yankilandia) hubiese equivocado al oyente. Porque ése es el punto: “Cartas de amor” tiene oyentes. Hay programas de noticias en televisión que se pueden escuchar de espaldas, porque son radiales. Este teatro es eso. Los miramos porque los queremos, porque a eso fuimos y porque ése es el orden de butacas y escenario. Costumbres. Soledad Silveyra es una costumbre que pasó de Migré/ Satur a Tinelli. No sorprendería que Arana fuese bailarín o jurado en algún año de los muchos que le faltan a su vida. Arana es joven. Teatro Lido. Mar del Plata.
Adelantado
Henrik Jacob Ibsen es un dramaturgo que escribió el texto que se representa en el Teatro Provincial en el siglo XIX. Está adaptado, pero su síntesis es aquella de hace tanto tiempo, la misma.
Dos hermanos. Una denuncia por aguas contaminadas y el médico y el intendente se enfrentan. Hay suegro rico, hijos rebeldes, militantes enfervorizados de un porvenir equivocado, empresarios de medios que quieren más poder. Personajes básicos que no engañan, simplemente complican o dificultan el desarrollo de los conflictos, es su tarea, ayudan a que sucedan.
En un reloj nadie le pide a los engranajes que sean otra cosa que eso, partes de un todo: el reloj. En “Un enemigo del pueblo” nos encontramos con un reloj que sigue haciendo tic tac y se convierte en una bomba para el espectador, que se da cuenta que eso que sucede en el escenario es la vida hoy y que, ay, ay, ay, debe participar y peor: que mucho de lo que le pasa al pueblo en la obra le pasa a su pueblo y por las mismas razones, por no mirar cómo se mueven esas piezas dentadas, esos engranajes del reloj que se suman para que se sepa qué hora es. Es un reloj. Es una bomba. Nadie sale ileso del Teatro Provincial. Sucedió en 2018 en Buenos Aires y diversos teatros del país. El teatro es un hecho conmocionante si es eso: teatro.
En “Un enemigo del pueblo” Juan Leyrado, Raúl Rizzo, Viviana Puerta, Edgardo Moreira, Romina Fernández (honor a su viejo, Augusto, siempre recordado) y Bruno Pedicone conforman el elenco. Hay un protagonista inevitable y allí debe buscarse la llave que lleva al aplauso y lo dicho: la conmoción. El espectador es parte (inevitable) de la obra, en ella se encuentra metido como corresponde, por estar. Una vez más se afirma: el que participa, pertenece. El espectador participa del conflicto y es su parte indivisible.
Ibsen (y su adaptación) nos llevan a una pregunta: ¿Escribió para un siglo y medio después o somos nosotros que no pasamos del siglo XIX? Después de los aplausos, ésa es la pregunta que nadie contesta públicamente, pero todos conocemos la respuesta.