Pedro Pablo Ramírez (en el centro de la imagen) asume la presidencia de la Nación. A la izquierda, el general Edelmiro Farrell. foto: archivo
Por Rogelio Alaniz
Pedro Pablo Ramírez (en el centro de la imagen) asume la presidencia de la Nación. A la izquierda, el general Edelmiro Farrell. foto: archivo
por Rogelio Alaniz [email protected]
La mañana del 4 de junio de 1943 era fría y desapacible. Una fina llovizna caía desde la noche anterior, pero los principales protagonistas políticos de entonces estaban preocupados por razones algo más complejas que el mal tiempo. Fieles a sus hábitos madrugadores, a primera hora de la mañana una columna de tanques y soldados había salido de Campo de Mayo en dirección a la Casa Rosada. Se estima que eran algo así como diez mil hombres dirigidos por el general Arturo Rawson. La jornada evocaba para los memoriosos a la del 6 de septiembre de 1930, aunque esta vez no eran los atribulados cadetes del Colegio Militar los que salían a la calle para derrocar al gobierno de Hipólito Yrigoyen, sino los avezados soldados de Campo de Mayo. Algunos de esos oficiales habían estado presentes el 6 de septiembre y otros habían conspirado contra Justo y Ortiz bajo las órdenes del general nacionalista Juan Bautista Molina. Los oficiales más jóvenes recién se iniciaban en estas lides que en nuestra atribulada historia nacional no serían las últimas. Uno de ellos era un teniente de anchos bigotes que intentaba disimular malformaciones de su labio. Se llamaba Juan Carlos Onganía. Entre los oficiales que acompañaban a Rawson había algunos personajes dignos de destacarse. Elvio Anaya, por ejemplo, exhibía el honor de haber sido la mano derecha del teniente coronel Varela en la masacre de la Patagonia en 1921. También estaban Tomas Ducó, presidente del club Huracán y los coroneles Emilio Ramírez y Fortunato Giovannoni. No participaba de la marcha el coronel Perón. El fotogénico coronel tampoco estuvo presente en las febriles reuniones del 2 y 3 de junio y, según algunos de sus calificados camaradas de armas, recién se hizo ver cuando se aseguró que la asonada había triunfado. Es que fueron los nacionalistas del ‘43 y no los gorilas del ‘55 los que lanzaron a circular la versión acerca de la cobardía física de Perón. La columna militar avanzaba por avenida del Libertador y todo hacía suponer que llegaría a su meta sin mayores contratiempos. Un paseo militar, como se dice en estos casos. Los informes de Inteligencia aseguraban que nadie defendería al declinante y achacoso régimen conservador de Ramón Castillo. Pero cuando las tropas pasaban frente a la Escuela de Mecánica de la Armada, se produjo un inesperado tiroteo con los marinos dirigidos por el capitán Anadón. Nunca se supo con exactitud qué fue lo que pasó. Se habla de que los marinos no estaban avisados o que fueron víctimas de una maniobra de contrainteligencia, pero lo cierto es que la balacera fue más allá de un elegante intercambio de disparos porque, según las informaciones, hubo -entre civiles y militares- alrededor de setenta muertos. El general Eduardo Ávalos, uno de los conspiradores, habrá de quedar emotivamente impactado por este innecesario baño de sangre. Y el impacto emocional habrá de tener consecuencias políticas en el futuro. Los historiadores amigos de las explicaciones psicologistas aseguran que ese íntimo sentimiento de culpa es lo que le jugará una mala partida cuando, dos años después, es decir, el 17 de octubre de 1945, se resista a usar la fuerza para reprimir a los trabajadores que movilizados por dirigentes sindicales y con la complicidad manifiesta de la Policía Federal, avanzaron sobre Plaza de Mayo para resolver la interna militar a favor del entonces coronel Perón. Una de las consignas más politizadas de los manifestantes era la siguiente: “Que viva la cana, que viva el botón, que viva Velasco y viva Perón”. El coronel Filomeno Velasco era otro de los golpistas del ‘43 y el primer jefe de la Policía Federal. Salvo ese incidente, las tropas llegaron a Plaza de Mayo sin otros contratiempos. Consciente de su absoluta soledad, Castillo abandonó la Casa Rosada. Se dice que se embarcó en el vapor Drummond con la esperanza de recibir alguna señal solidaria. Como nada de ello ocurrió, se dirigió a la ciudad de La Plata y se hundió en el anonimato, no demasiado prolongado porque falleció un año después. El jefe de la conspiración militar fue el general Rawson, pero pronto se supo que este honor le correspondió por el simple hecho de ser uno de los pocos oficiales conspiradores que estaba al mando de tropas. En realidad, la conspiración fue urdida por los coroneles que ya para esa época integraban el GOU, una sigla cuyo contenido hasta el día de hoy los historiadores discuten, aunque provisoriamente podríamos admitir como traducción válida la de “Grupo de Oficiales Unidos”. El régimen conservador, iniciado en 1930 por los parientes ideológicos de los complotados de 1943, llegaba a su fin sin pena ni gloria, carcomido por su corrupción interna, su impotencia política y, sobre todo, los cambios de una sociedad y un mundo que se precipitaban con una velocidad tal que paralizaba a los tiesos gerentes del régimen. La causa inmediata que precipitó la asonada militar se produjo cuando Castillo exigió la renuncia de su ministro de Guerra, Pedro Pablo Ramírez. Entrerriano, nacido en la localidad de La Paz, Ramírez era un militar que por inescrutables razones despertaba expectativas muy por encima de su talento. Los primeros que se entusiasmaron con él fueron los radicales, quienes lo apalabraron así se decía entonces- en una intriga que lo incluía a él como vicepresidente. Cuando Castillo se enteró de la maniobra le pidió la renuncia y esto motivó -en realidad, aceleró- la reacción militar de los oficiales del GOU. El otro punto que había erizado la “delicada” sensibilidad militar de los conjurados era la candidatura del empresario salteño Robustiano Patrón Costas. El padrino de esa candidatura era el propio Castillo, quien con esa gentileza devolvía el favor que el político salteño le había hecho en 1937 apoyando su candidatura a vicepresidente de Roberto Ortiz. Patrón Costas pertenecía al más selecto patriciado salteño, había sido gobernador de su provincia entre 1913 y 1916 y era dueño del ingenio San Martín del Tabacal. Según sus enemigos, que sumaban legiones, se trataba de un capanga explotador y un clásico oligarca norteño. Según algunos de sus amigos, se trataba de un empresario moderno y sensible a la cuestión social. El ingenio El Tabacal, para estos observadores, empleaba tecnología de última generación, pagaba los salarios al día y contaba con hospital, sala de primeros auxilios, hogar escuela, campo de deportes, centros sociales y recreativos y luz y agua corriente gratis para los pobladores. Quien ponderó en una sesión del Congreso el carácter ejemplar de este emprendimiento fue Alfredo Palacios. El legislador socialista sostuvo que en su viaje al norte aplaudió dos iniciativas, una pública -las instalaciones de YPF- y otra privada, el ingenio creado “por uno de mis adversarios”. Patrón Costas era el candidato de Castillo, lo cual molestaba a muchos nacionalistas, pero lo que más los fastidiaba es que se trataba de un político que había hecho pública su adhesión a la causa de los Aliados. La mitología peronista presentó luego al dirigente conservador como la encarnación del mal y el testimonio de una época nefasta, clausurada luego gracias a la presencia salvadora del “Primer trabajador”. La realidad histórica, como se podrá apreciar, fue algo más compleja. La complejidad incluye la solicitada publicada en mayo de 1943 en el diario La Prensa. La declaración, ponderando las virtudes cívicas del empresario salteño, está firmada por muchos prohombres del régimen, entre los que merecen destacarse a apóstoles de la futura causa nacional y popular. Allí se destacan entre otros, Rolando Lagomarsino, Miguel Miranda, Alberto Dodero, Oscar Ivanissevich, Ramón Carrillo, Hugo Oderigo y José Arce. Todos ellos en su momento habrán de adherir jubilosos al futuro movimiento nacional que, como se sabe, siempre fue amplio, generoso y de una memoria muy, pero muy flexible. (Continuará)
El régimen conservador llegaba a su fin sin pena ni gloria, carcomido por su corrupción interna, su impotencia política y, sobre todo, los cambios que experimentaban el mundo y la sociedad.