por Rogelio Alaniz [email protected]
Por Rogelio Alaniz
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Juana y Cristóbal. Los separan trescientos años pero los une una polémica de estos días en la República Argentina.
Supongo que no es necesario elaborar demasiados argumentos para admitir que en la Argentina hay problemas más serios que determinar dónde deben estar ubicados los monumentos de Cristóbal Colón y Juana Azurduy. No sé si el monumento de uno u otra deben estar cerca o lejos de la Casa Rosada. Supongo que nadie está en condiciones determinarlo a través de razones históricas.
Lo que se sabe en este caso es que Cristóbal Colón descubrió América y que a través de ese acto, que no fue tan accidental como dice el Billiken, se inició la conquista y la colonización del continente por parte de Europa. También se sabe que tres siglos después Juana Azurduy luchó con las armas en la mano contra los realistas.
Cristóbal Colón es un personaje que no necesita demasiadas presentaciones porque su nombre está instalado en la memoria de todos los americanos. Desde Canadá a la Argentina hay ciudades, pueblos, regiones y países que recuerdan su nombre. En Santa Fe, sin ir más lejos, un popular club lleva su nombre.
Para el Centenario, una gentileza de Italia permitió que su monumento se levantara detrás de la Casa Rosada. Fue una decisión simbólica y política. En aquellos años, afirmar la identidad hispano-criolla y católica era una manera de diferenciarnos de la cultura anglosajona y su versión norteamericana en tiempos en que las clases dirigentes preferían la beneficiosa tutela inglesa y desconfiaban del voraz aguilucho yanqui. Por entonces a nadie se le hubiera ocurrido pensar que rendirle honores al almirante significaba hacerse cómplice de un genocidio.
De Juana Azurduy conocemos menos. Bartolomé Mitre la menciona en su historia. Sabemos que gracias a las sugerencias de Manuel Belgrano, el Director Supremo Martín de Pueyrredón la nombró teniente coronel, y fue la primera mujer, y tal vez la última, distinguida con un honor militar. Murió en 1862 pobre y olvidada. Alguna vez Bolívar admitió que en vez del nombre de Bolivia impuesto en su homenaje debería haber evocado el de Azurduy. Bolívar era un hombre vanidoso, pero tenía grandeza y era capaz de distinguir lo que valía. Por lo menos con Juana Azurduy lo hizo.
En los años sesenta y setenta una canción escrita por Félix Luna y cantada por Mercedes Sosa la hizo definitivamente famosa entre jóvenes y militantes de aquellos años. “Juana Azurduy, empuñá tu fusil, que la revolución viene oliendo a jazmín”, decía en una de sus estrofas. No es un dato menor que sea una canción la que cimentase la gloria de una protagonista del pasado. Alguna vez un político norteamericano le dijo a un grupo de legisladores: “Déjenme manejar las canciones populares y les concedo a ustedes la redacción de todas las leyes y veremos quién tiene más influencia”. No exageraba ni se equivocaba.
El gran historiador Friedrich Katz sostuvo que Pancho Villa sobrevivió en México al silencio impuesto por sus enemigos gracias al cancionero popular que lo mantuvo vivo durante décadas. No sé en Bolivia, pero en la Argentina me atrevería a afirmar que fue el poema de Luna el que más contribuyó a la merecida fama de la heroína del Alto Perú.
En ese contexto, la vida de Colón parece más pobre, menos heroica y, por supuesto, más expuesta a las impugnaciones. Sin embargo, el descubrimiento de América fue una proeza histórica, proeza que estuvo acompañada por gestos de coraje. Lo sucedido en 1492 puede calificarseo como un encuentro, un proceso de conquista, un genocidio o lo que se quiera, pero lo que no se puede soslayar es el hecho mismo. Es decir, el descubrimiento de un nuevo continente, circunstancia que cambió el curso de la historia.
El nombre de Cristóbal Colón es en este sentido paradigmático. Su grandeza estuvo en sintonía con su tiempo. Pretender exigirle que fuera algo así como un Che Guevara es un disparate y una aberración histórica. Acusarlo de genocida es una injusticia; pero en primer lugar, un acto de ignorancia. “Genocidio” es un concepto del siglo veinte que cierta izquierda y ciertos populismos han manipulado y manoseado hasta el cansancio, en algunos casos por intereses inconfesables, y muchas veces sin saber exactamente el significado del concepto. Al respecto no deja de ser sintomático que después de la Segunda Guerra Mundial fueran los comunistas los que intentaron reducir los alcances de este concepto, temerosos de que la palabra incluyera con toda justicia- las masacres en masa cometidas por el stalinismo.
Según la peregrina imagen de nuestros indigenistas criollos, Colón nunca debería haber salido de Puerto de Palos. Lamento decirles que lo hizo y que si no lo hubiera hecho él lo hubiesen hecho otros. Para el siglo XV, la expansión del capitalismo, los viajes y exploraciones eran un dato avasallante de la realidad. Las expediciones, la búsqueda de riquezas, la disponibilidad de naves y armas no eran testimonios del medioevo sino del Renacimiento.
Para bien o para mal, a fines del siglo XV el proceso autónomo de las civilizaciones precolombinas se cortó y nada se gana con llorar sobre la leche derramada. Sus niveles de desarrollo estaban atrasados con respecto a Europa en más de cinco mil años. En esas condiciones el resultado del “encuentro” era previsible.
De más está decir que los llamados pueblos originarios no tenían conciencia de esa identidad. Por otro lado, muchos de ellos no se conocían y cuando ese encuentro se daba, lo más probable era que uno aniquilara al otro. Las masacres en masa, los sacrificios humanos, el sometimiento y la explotación no fueron “bellezas” importadas por los europeos. Los jefes incas, mayas y aztecas practicaban estas humanitarias faenas sin vacilaciones ni escrúpulos.
La conquista y colonización europea es una historia de luces y sombras que como tal debe ser tratada. También posee luces y sombras la historia de los pueblos precolombinos. ¿Por qué fueron conquistados y sometidos? La misma pregunta seguramente se hicieron los galos, los sumerios, los hititas, los celtas, los íberos y las tribus germánicas, porque nos guste o no, la historia de la humanidad ha sido una historia de conquistas, desplazamientos de pueblos, ocupaciones y mezclas, muchas mezclas. Alentar el mito de que en estas tierras existía un mundo feliz, de hombres y mujeres viviendo en una suerte de paraíso terrenal es una mentira, un acto de barbarie cultural y una grosera manipulación histórica y política.
Los caprichos y licencias de las modas históricas no dejan de ser curiosas. La leyenda negra de la conquista española, la misma que ahora parecen alentar nuestros populistas e indigenistas, fue en su momento inspirada por el liberalismo de origen anglosajón y por un Marx que, no se debe olvidar, no elaboró sus teorías en algún toldo mapuche sino en la biblioteca de Londres. Fue la diplomacia británica en su afán por desplazar a España de estas tierras la que enfatizó el costado oscuro de la conquista y la identificó con el atraso medieval y el oscurantismo religioso de filiación católica. En aquellos años los parientes ideológicos de los actuales populistas defendían la cruz y la espada y se persignaban cada vez que oían la palabra liberalismo, ilustración o racionalidad.
Ahora se han hecho indigenistas sin renunciar a su odio a la modernidad y la ilustración. Su rechazo a Cristóbal Colón proviene de esas cloacas y letrinas ideológicas. De allí se nutren y ése es su argumento preferido. Después de cuatrocientos años de historia, de cuatro siglos de mezcla de razas, costumbres y creencias, los seguidores de un gobierno donde abundan apellidos al estilo Kirchner, Kunkel, Alperovich, Pichetto, Zanini, Kicillof, Forster o Spolsky, persisten en suponer que la felicidad de los pueblos reside en el culto a la vincha, la pluma, la flecha y la danza de la lluvia.
La leyenda negra de la conquista española, la misma que ahora parecen alentar nuestros populistas e indigenistas, fue en su momento inspirada por el liberalismo de origen anglosajón.