Un grande. Eso era, eso es aún en la memoria de quienes tuvimos la dicha de conocerlo con intensidad. El diálogo con Alfredo no correspondía; había que dejarlo hablar. Y escucharlo. Nada más grato, porque sus reflexiones, absolutamente siempre, agrandaban nuestro espíritu y tocaban las fibras más íntimas de nuestra alma.
La última visita de Alcón a la ciudad fue con la obra “La muerte de un viajante”, de Arthur Miller. Con extrema amabilidad se prestó a una entrevista para “La cuarta pared” en la que demostró una vez más, como tantas, por qué era un grande. En su monólogo, con humor, nos dijo que “como no estoy acostumbrado ni a acostarme tan temprano ni a levantarme tan de madrugada, entonces creo que todo el mundo tiene que estar interesado en mis temas”.
Considerado como el gran actor nacional por buena parte de la crítica y el público, Alcón construyó una carrera cimentada en su enorme talento. El radioteatro, el cine, la televisión y esencialmente el teatro (su enorme pasión) fueron las disciplinas en las que siempre dictó cátedra. Interpretó a personajes clásicos de la literatura universal, pero también se animó a tomar distancia de esos roles para construir otros muchas veces insólitos, que le permitían reírse de sí mismo.
Decía también que todos poseemos cosas en nuestro interior de las que mucha gente piensa que tenemos que curarnos. Claro que cada cual defiende su locura... Pero eso es lo que somos: el ser humano es lo que es de acuerdo a sus miserias y a sus virtudes, a sus creaciones y a sus deformaciones imaginarias. “Alguien que se refugia en su utopía me parece loable en medio de este mundo sin sueños. El tipo que defiende lo que es, su propia esencia por sobre lo razonablemente correcto, me llena de ternura y de simpatía. Porque lo más conveniente es ser lo más parecido al resto de los mortales. Nada más antinatural: todos somos diferentes y únicos. El respeto por ciertas zonas que los demás pueden considerar locura, y a lo mejor es lo mejor que uno tiene, es necesario para tener mejor vida”.
Siempre eligió sus personajes. Sabía, como los chicos, jugar a lo que realmente quería ser. Quiso que sus espectadores -que lo admiraban y lo amaban- aprendieran a convivir con lo diferente. Le gustaba contar cosas de grandes genios, como Leonardo da Vinci, Shakespeare, Marlowe... Y me dijo, en ese bellísimo reportaje que guardaré por siempre en mi corazón, que “para encontrarse uno tiene que perderse”. Creo que vale la pena perderse, entonces. Chau Alfredo. Buen viaje.