Reencuentro. En medio del gentío, unos minutos para la afectividad, el recuerdo y alguna nota de humor. Foto: Felici (Roma)
Por Gustavo J. Vittori
Reencuentro. En medio del gentío, unos minutos para la afectividad, el recuerdo y alguna nota de humor. Foto: Felici (Roma)
por Gustavo J. Vittori
Llegó a Santa Fe en 1964. Tenía 27 años e iba a enfrentar su primera experiencia docente. El camino jesuítico hacia el sacerdocio incluye tres años de magisterio. Jorge Mario Bergoglio hizo los dos primeros en el Colegio de la Inmaculada Concepción, de nuestra ciudad; y el tercero, en el Colegio del Salvador, en la ciudad de Buenos Aires. En Santa Fe, por lo tanto, comenzó a desarrollar el arte de la comunicación que lo distinguiría con el correr de los años. El uso de las palabras, su enhebrado fino para la elaboración de texturas discursivas diferentes, con marca propia, caracterizarán una prédica que ganará en hondura y riqueza expresiva a través de metáforas y figuras tan trabajadas como sencillas de entender. Este año se cumple medio siglo de aquella inmersión docente que, en las orillas del Paraná, representó su bautismo como maestrillo de Literatura. Jorge Mario Bergoglio era por entonces un joven de mirada mansa, aunque profunda y brillante, enmarcada en un rostro pálido y con ojeras que denunciaban cierto padecimiento físico. Pronto sabríamos que tiempo antes le habían extirpado parte de uno de sus pulmones. En el momento de su arribo daba muestras de cierta ingenuidad y desconocimiento de lo que ocurría extramuros, pero a la vez hacía gala de inteligencia, astucia y autoridad -sin levantar nunca la voz- en sus intercambios con un grupo de adolescentes en agitado proceso de crecimiento. Lo cierto es que entre el joven cura con rémoras de una enfermedad y los jovencitos, a menudo descontrolados por el juego brioso de sus hormonas, hubo buena química; tan buena que se prolonga hasta ahora, cuando los escenarios de uno y otros han experimentado tantas transformaciones. Recuerdo que ya en 1964 era un cura distinto. Y lo demostraría, más allá del trato cotidiano, con la organización de novedosos ciclos de conferencias de grandes autores nacionales -incluido Jorge Luis Borges- y la estimulación creativa de sus alumnos a través de ejercicios literarios -cuentos cortos-, al punto de que una selección de los más interesantes alcanzaría el inimaginable estadio de su publicación; por añadidura, con prólogo de un Borges predispuesto y compasivo. Vista a la distancia, aquella lejana experiencia comportó un soplo de aire fresco que removió viejos polvos acumulados en la Academia de Literatura Santa Teresa de Jesús, creada en 1867. Justo es decir que no estuvo solo en aquel empeño. Lo acompañó otro maestrillo, Jorge González Manent, alias “Goma”, quien nos daría Literatura en 1965, y hoy, fuera de la Compañía de Jesús, la practica de continuo en talleres literarios y en la redacción de libros como “Jesuitas éramos los de antes”, que mereció un elogioso comentario de Umberto Eco. Eran cosas que ocurrían a mediados de los sesenta en el colegio jesuítico de Santa Fe, junto a la puesta de obras teatrales que dirigía Aldo Scotto, otro maestrillo, y la organización de conferencias de los principales políticos argentinos. Entre tanto, en Roma se desarrollaba el Concilio Vaticano II, cuya primera sesión, en 1962, había sido presidida por Juan XXIII, el Papa que lo había convocado, encuentro ecuménico de la Iglesia que será clausurado por Paulo VI, su sucesor, a fines de 1965, en coincidencia con la conclusión del ciclo docente de Bergoglio en nuestra ciudad. De aquí partirá hacia su último año de magisterio en Buenos Aires y un destino religioso que lo depositará en la silla de Pedro en 2013. En ese largo trayecto deberá atravesar terrenos ásperos y por trechos cargará su propia cruz, pero siempre con la marca clara del Vaticano II en su hoja de ruta. Aquel Concilio, que nos acompañó durante la mayor parte de nuestro secundario, habría de provocar en la Iglesia católica cambios de insospechada hondura, transformaciones que más allá de nuestra percepción juvenil y provinciana acompasaban la mutación del mundo en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial; años signados por la multiplicación de conflictos regionales en el marco de la Guerra Fría entre las potencias vencedoras. Europa había quedado partida al medio a la altura de Alemania, y los bloques occidental y soviético tensaban la cuerda que mantenía en pie al muro de Berlín y la Cortina de Hierro, metáforas físicas de un enfrentamiento ideológico, político, económico y militar sin concesiones. En aquel tumultuoso escenario, acicateado por propagandas cruzadas, se extendían en África los movimientos independentistas; en América Latina, Cuba trataba de contagiar su revolución y diversos países hacían sus ensayos de Tercera Posición en el intento de escapar a la gran tenaza del poder mundial que, accionada por la alianza occidental con el liderazgo de los EE.UU. -de un lado-, y la URSS, como cabeza del Pacto de Varsovia -del otro-, apretaba al mundo con sus pinzas de hierro. Levantamientos sociales en busca de trozos de libertad y dignidad impulsaban el afloramiento de una nueva conciencia sobre la condición de los hombres y los pueblos. Eran las cosas nuevas del mundo que ya a fines del siglo XIX había abordado León XIII en su encíclica Rerum novarum, y que ahora se precipitaban con las legítimas aspiraciones de repúblicas nacientes y pueblos oprimidos, recogidas por Pablo VI en Populorum progressio. La busca de un mundo más armónico implicaba la comprensión del problema que planteaban las rupturas y fragmentaciones sociales provocadas por crecientes asimetrías económicas y culturales. Para lograr la Pacem in terris que promovía Juan XXIII, era necesario asumir los lacerantes desequilibrios sociales y buscarles solución a través de una solidaridad consciente y operativa fundada en criterios de humanidad y justicia. Esa huella será seguida por Pablo VI en distintos mensajes sobre la paz, en especial, el que escribiera a fines de 1972 con lúcidos argumentos que rubricaban su convicción de que “la paz es posible”. Esos y otros textos fueron el alimento doctrinario de la generación de religiosos que Bergoglio integra, y las fuentes en las que abrevarían para producir un rápido cambio de la Iglesia -en la doctrina, la educación, la liturgia, la vestimenta, forma de vida- con manifiesta opción por los pobres, movimiento que atendía una llaga viva en la piel del Evangelio pero que en aquellos días produjo resquemores y críticas entre la feligresía tradicional. Días pasados, cuando en la explanada de San Pedro tuve la alegría de abrazarme con el maestrillo que nos diera clases hace medio siglo, lo hicimos bajo una gran imagen de Pablo VI, el Papa que había sido beatificado días antes; el Pontífice que clausurara el Vaticano II en el mismo momento que Bergoglio concluía su tarea docente en nuestra ciudad y seguía su camino impregnado por las enseñanzas del ahora nuevo beato de la Iglesia. A la vista de ambos, no pude evitar asociaciones, máxime cuando en 1966, al finalizar el bachillerato, integré un grupo de alumnos que viajó a Europa acompañado por dos jesuitas, grupo que asistió a una audiencia de Pablo VI, en cuyo transcurso tuve el inesperado privilegio de darle la mano. Hoy, cuando miro hacia atrás, me asombra el tiempo transcurrido y los hilos que anudan una trama histórica de la que he sido testigo. El encuentro con Francisco fue afectuoso y emotivo. Me preguntó por El Litoral (como si el tiempo no hubiera pasado), intercambiamos algunos recuerdos, le dije que “si cincuenta años atrás yo hacía lío en clases, ahora él hacía lío en el mundo”. Festejó el comentario con una carcajada espontánea, me preguntó cuántos nietos tenía, nos apretamos otra vez las manos, y continuó con su mejor cara el agotador recorrido de cada miércoles por la Plaza San Pedro. Antes, en la audiencia pública, había advertido sobre los daños que ocasionan las envidias y divisiones en una sociedad. Previno sobre el poder corrosivo de los celos y subrayó que las guerras no empiezan en los campos de batalla sino en los corazones. Semana tras semana percute sobre los fieles con mensajes de hermandad, solidaridad, caridad, compasividad, comunidad. Todos lo aclaman, pero no sé si lo escuchan. En la línea de Juan XXIII y Pablo VI trabaja para la paz, propósito cuya factibilidad requiere cambios de fondo. Él hace lo que tiene que hacer -y lo que puede hacer- en un tiempo difícil, porque desde hace décadas crece en la aldea global el culto al becerro de oro que Moisés creyó destruir durante el éxodo de Egipto.
Todas las semanas percute sobre los fieles con mensajes de hermandad, solidaridad, caridad, compasividad, comunidad. Todos lo aclaman, pero no sé si lo escuchan.