LA PUERTA DE CENTROAMÉRICA

Continuando su periplo por el centro de América, nuestro inquieto viajero nos relata las vicisitudes de trasponer una de las zonas más difíciles de todo nuestro continente, El Tapón del Darién, barrera natural entre el sur y el norte.


Por

Ignácio Maciel

aventura@ellitoral.com

Cuando junto a mi novia, planeamos comenzar nuestro viaje por Colombia para luego recorrer las costas del Caribe hasta México, poco imaginábamos la “gran aventura” que significaría cruzar el estrecho camino que une Sudamérica con Centroamérica.

PUERTAS CERRADAS

Es que para aquellos que no lo sepan, la carretera Panamericana que es la columna vertebral del tránsito continental va desde Alaska hasta Ushuaia con un solo faltante de unos 150 km a la altura del sur de Panamá, en el Parque Nacional El Darién, uno de los pulmones del mundo y una de las pocas selvas completamente vírgenes que existen.

Estando en Cartagena de Indias, y luego de descartar un vuelo a Panamá City, analizamos nuestras opciones, allí surgió la idea de cruzar en un velero que por 5 días nos llevaría de Cartagena al archipiélago de San Blas por unos USD 400, pero para nuestra fortuna , y ya sabrás por qué, ) el único velero del mes que realizaba el recorrido, el Santa Rita, ya había zarpado hacía dos días.

Las alternativas se nos acotaron a una poco turística y menos transitada travesía de una semana en distintos transportes, guiados por el consejo de una pareja amiga que nos llevaba la delantera.

La mañana de salida desayunamos temprano para poder ver las fragatas representativas de los principales países de América, que partían del puerto de Cartagena con rumbo norte, en conmemoración del bicentenario. Cuando la fragata Libertad se perdió en el horizonte nos apresuramos a dirigirnos a la terminal para tomar el primer bus a la localidad de Montería.

Un simpático espécimen de antigüedad considerable era nuestro bus, colorido por demás donde los asientos incómodos y la cumbia colombiana a máximo volumen fueron la constante de las 6 hs de viaje.

En Montería el cometido sólo era cambiar de trasporte, pero gracias a la experiencia preferimos pagar algunos dólares más por una camioneta 4x4 cargada de gente hasta en su exceso, pero dotada de un privilegiado aire acondicionado que valía cada centavo. A medida que nos alejamos de las ciudades concurridas hacia el oeste, Colombia abandonaba la ganadería dando paso a cultivos de plátanos y selva, mientras el camino pasaba del pavimento a los baches y el barro.

Llegada la noche arribamos a Turbo, ultima ciudad costeña de Sudamérica. Un pequeño pueblo de tránsito donde la raza negra domina de diez a uno.

El paisaje nocturno no era alentador, las miradas oscas y las calles oscuras infundían cierto respeto, más aún cuando los cuatro hoteles de la ciudad se encontraban completos y debíamos desviarnos a cuadras periféricas.

Finalmente encontramos el único lugar disponible, solo para entender tiempo después que estábamos frente al cabaret de una ciudad portuaria y que nuestra acogedora morada no era otra cosa que un Motel por hora. Poco se hicieron esperar los gemidos imaginables en el silencio de la noche, y aunque poco importaba esto a nuestro cansancio, la noche y nuestra singular habitación nos guardaba otra sorpresa: una parejita de ratas que habían encontrado nuestro mayor tesoro, un paquete de yerba mate que racionábamos con devoción.

La llegada de la mañana fue un alivio, así que corrimos al puerto a tomar la primera lancha que se adentraba en terreno panameño en la ribera del famoso parque Darién.

NOCHE larga con visitas

Luego de 4 horas de navegar aguas verdeazuladas con la vista de Sudamérica a nuestra izquierda y Centroamérica a nuestra derecha llegamos a Capurganá. Un pintoresco pueblo de no más de 50 casas, al que solo se puede arribar en la lancha matutina. El lugar era encantador, ubicado justo frente a un arrecife de corales que los locales sorteaban para llegar al puerto y traer el menú diario, pescados y mariscos de la más fina calidad. Sólo una cantidad exagerada -a nuestro parecer- de soldados desentonaba con las caras felices y los niños jugando. Así fue que el día se nos fue entre cervezas Águila y camarones apanados, pero una cosa es el día y otra la noche.

Una vez en el segundo piso de nuestro hotel de madera, “El Hostal de Oriente”, el silencio de la noche volvió a interrumpirse, pero esta vez con disparos de metralleta. Poco podíamos salir de nuestro asombro, eran las FARC enfrentando a un comando del ejército Colombiano a escaso kilómetro de distancia. Luego de 30 minutos ininterrumpidos de tiroteos llegó el silencio y cuando nuestros corazones dejaron de latir apresurados la madera empezó a rechinar en nuestro balcón. Me asomé cauteloso, para luego abalanzarme sobre un mulato que intentaba llevar una de nuestras mochilas, justo la que contenía el dinero y los pasaportes. Por bendición del destino, el intruso en su huida dejo caer el botín para perderse en la oscuridad llevándose con él nuestro descanso, pues pasamos las siguientes horas hasta el amanecer en una especie de guardia intercalada protegiendo nuestras pocas pertenencias.

La primera lancha que salía hacia el norte nos tenía de tripulantes, sin querer saber nada más de aquel encantador pueblito pesquero con “demasiados soldados”. Así que navegamos las costas del Darién entrando en Panamá, esa antigua provincia Colombiana que fue empujada a la independencia por parte de los Estados Unidos bajo el interés de construir el famoso canal.

PARAíso encontrado

En este remoto lugar se escuchan incesantes los monos y se ve como los árboles se pierden en el agua cristalina, en un sitio que sigue tan intacto como el día que Rodrigo de Bastidas comenzó a bajar sus aguas en 1501.

Puerto Obaldía fue nuestro siguiente destino. En este lugar el tiempo se detuvo hace décadas y los pobladores viven del intercambio con el pueblos aborigen de los coloridos Kunas, que dominan la región y poseen un distrito independiente con sus leyes y economía. Aquí nuestra desesperación alcanzo su culmine cuando nos informaron que el próximo avión con rumbo a Panamá llegaría en 6 días y que nuestra opción era tomar un buque carguero que demoraría más de una semana en llegar al próximo poblado, pasando las noches entre tribus locales. Claro que cuando fui a explorar esta opción y me encontré con una tripulación temeraria de 8 marineros curtidos donde mi pareja sería la única mujer de abordo, sin mencionar que los locales aseguraban que la finalidad del barco era el narcotráfico disimulado en mercancías comestibles. La decisión fue un rotundo: “esperaremos el próximo avión”.

Contra todo pronóstico, los días en Puerto Obaldía fueron un deleite. Las personas locales eran de una simpatía cariñosa, al punto que el restaurante del pueblo esperaba que lleguemos para servir su menú. O los niños del lugar corrían hacia nosotros cuando atrapaban grandes peces para que los fotografiemos.

Poco tardamos en hacernos amigos del grupo de cubanos exiliados que vivían allí, no todos los barcos llegan a Miami, así como poco demoramos en admirarnos con las historias y leyendas del lugar.

Como por ejemplo, esa que dice que la tribu de enfrente había encontrado flotando un paquete inmenso lleno de cocaína y en su ingenuidad lo usaban de jabón en polvo. O que por las noches los jaguares bajan de la selva para llevarse los cerdos y las gallinas, caminado indiferentes entre las casas.

Pero la mayor de las sorpresas se dio una de las tardes, cuando los militares trajeron a puerto a punta de metralleta un velero de nombre Santa Rita, sí, el mismo que no abordamos, que había estado a la deriva por una semana, con un motor roto y un capitán que resultó ser un pescador que no sabía usar las velas. Los tripulantes, entre ellos un infaltable argentino, nos relataron sus penurias y aventuras. Habían llegado a beber agua de mar por la sed y arribaban a puerto a fuerza de dar vueltas en círculos y ser confundidos con narcotraficantes.

El número de seis nuevos pasajeros era lo que faltaba para completar un cupo inesperado y llamar a una avioneta chárter para volar desde Puerto Obaldía.

Cuando la avioneta toco tierra en Panamá City nos miramos con mi novia, riendo. Durante el vuelo vimos la majestuosidad del Parque Darién, el archipiélago de San Blas y las comunidades Kunas en su esplendor.

Un encantador final para una aventura que guardaremos para siempre entre nuestros recuerdos.

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Archipiélago San Blas, un paraíso virginal en las aguas del caribe colombiano. Foto: IGNÁCIO MACIEL.