“El jardín de los cerezos” *suite para cuatro personajes*
Brillante danza del desamparo
Cuatro actuaciones maravillosas son uno de los contundentes argumentos de una totalidad aplastante. Edgardo Dib certifica que es un nombre grande en la escena santafesina. Foto: Gentileza producción-Martín Bayo
Roberto Schneider
“El jardín de los cerezos” es la obra póstuma de Antón Chéjov, estrenada en 1904, poco antes de su muerte, a los 44 años. Ahora, con el inteligente agregado de *suite para cuatro personajes*, Edgardo Dib reescribe con minuciosa precisión su versión de una de las piezas teatrales más bellas y significativas del gran escritor ruso. La propuesta tiene muchos encantos y tal vez el mejor es que permite acercarse al sutil y cautivante universo del autor, habitado por frágiles criaturas que Dib conoce en profundidad. Cuando el espectador ingresa a la sala de La treintasesenta y ocho, tres actores y una actriz son marionetas sin hilos visibles. Son esas mismas marionetas que el director maneja luego con sabiduría prodigiosa, entregando una de las más bellas puestas en escena de los últimos años en la cartelera santafesina.
Como se sabe, el relato arranca con el regreso a su casa de campo de Liúbov Andréievna (tras una ausencia de cinco años en París), una mujer que no termina de asumir la realidad. Su situación es precaria y la única solución para saldar deudas familiares es subastar la finca y el jardín. En medio de este panorama, alguien propone una salida decorosa. Es Yermolái Alexéievich Lopajin, descendiente de siervos (como el mismo Chéjov), ahora enriquecido, que está convencido de que en esa tierra se puede construir y luego alquilar casitas para veraneantes. Ella obtendría así una buena renta. Pero nadie lo escucha: ni Leonid Gáiev, hermano díscolo de Liúbov, y Konstantin Gavrilovich, el atormentado hijo de ella.
Con ese esquema narrativo como base, Chéjov dibujó una serie de personajes cuyas actitudes ponen en descubierto sugestivas zonas del alma humana, sin excluir un humor irónico. En su clima se respiran largos silencios y casi se palpa esa sensación de minutos de vida que se escurren inevitablemente entre los dedos de un siglo que se desvanece, el siglo XIX, y de otro que pugna por nacer. La dirección del espectáculo, responsabilidad del mismo Dib, dibuja en buena medida la tenue atmósfera de la historia y consigue transmitir con matices la melancolía del adiós a una felicidad sin boleto de vuelta, como si el ruido de un hacha contra uno de los cerezos señalara el fin de una época irrecuperable.
La saga de esos personajes reúne y cruza, en la inteligente mirada de Edgardo Dib, muchas pequeñas historias que se concentran en algo más de una hora y proyectan grandeza humana. Es, en esencia, una cuestión de sabio manejo de los tiempos por parte de este magnífico autor, tanto para entender la vida como para narrar escénicamente. En la puesta, además de aquel núcleo estructurante, pasan muchas, muchísimas cosas más: el inicio de un nuevo siglo, derrotas familiares, encuentros y desencuentros, la puesta a prueba de principios éticos y una tensión permanente entre la vida rural y la de las grandes ciudades. En tal sentido, las luces de París en algunos personajes y el valor del dinero en otros son un pozo de sabiduría regocijante. O, en una escena de muchísimo humor, la preparación de la cena navideña con pionono y ensalada... rusa.

El texto de Dib parece haber sido sólo el punto de partida de un largo trabajo de investigación escénica, y el mismo director quedó extasiado por los resultados, por suerte para nosotros, los espectadores de tanta maravilla teatral. Es como contrabandear al público a lugares habitualmente ocultos y contrabandear lo cotidiano, los triunfos y los pesares de estar vivos. El recurso narrativo nunca vela la rotunda teatralidad. En un rápido chasquido de dedos se pasa del pasado al presente, de la alegría al dolor, de lo que nunca termina de transcurrir a lo que nunca empezó a suceder. El vértigo de las escenas, el ritmo preciso, aceitado y en un zigzag permanente son otra característica fantástica.
Abanico de emociones
Un banco. Sólo un banco en la escena. Eso es todo. El resto lo ponen cuatro actores superlativos, que entregan cuerpo, voz y alma a una totalidad que quedará grabada por mucho tiempo en nuestras retinas. Y en nuestros corazones. Rubén von der Thüsen, Sergio Abbate, Luchi Gaido y Raúl Kreig tienen un perfecto modo de decir y de montarse a un amplio abanico de emociones. Tienen encima -quién puede dudarlo ya- mucha preparación y mucha carrera actoral y en este jardín se los ve con mucho ensayo, rotundamente felices por estar sobre la escena y disfrutar de sus personajes. Cada uno de ellos son varios, cada uno de ellos baila una brillante danza del desamparo. Con mucho humor, con mucho amor. Como sólo lo entienden los grandes.
Nuevamente Edgardo Dib entrega a la escena santafesina un montaje teatral por muchas razones memorable, indagando en las entrañas del teatro, lo que está detrás, lo que no se ve pero que él descubre y muestra. Sí se aprecia el magnífico vestuario de Osvaldo Pettinari, de una teatralidad sugestiva. También se escucha, con carácter casi protagónico, “El cascanueces” de Pior Ilich Tchaikovsky, quien puso música a la adaptación de Alejandro Dumas (padre) del cuento “El cascanueces y el rey de los ratones”, de E.T.A Hoffmann, una música que pertenece al período romántico y ofrece algunas melodías memorables.
Peter Brook ha hecho en sus libros inevitables referencias a Chéjov. Así sostuvo en “Más allá del espacio vacío. Escritos sobre teatro, cine y ópera” que “la propia escritura de Chéjov es extremadamente concentrada; se vale de un mínimo de palabras; de alguna manera es similar a Pinter o a Beckett. Como en el caso de ellos, la construcción es lo que cuenta, el ritmo, la poética puramente teatral que surge no de las palabras bellas sino de la palabra justa dicha en el momento justo”. De manera magistral y sólo como un gran autor y director desnuda el alma esencial de un autor, Dib (acompañado en su trabajo por las atentas miradas de Verónica Bucci y Pablo Tibalt- toma la esencia de “El jardín...”, la mixtura -el magnífico tributo a Tennessee Williams es una de las escenas más conmovedoras-, la respeta y la hace crecer. Porque en este jardín, como en toda obra de arte, “pasa” algo tremendo. La vida “pasa”.