Opinión: OPIN-02

Alerta general

Por Gustavo J. Vittori


¿Hemos tocado fondo? La crisis argentina, ¿ha llegado al piso del abismo? Puede que sí. Quizás, al fin, haya llegado la hora de comenzar a reconstruir un país hecho pedazos. Tenemos una oportunidad.

Detrás del escenario económico, arrasado por medio siglo de inconsistencias premodernas y el aniquilamiento de una cultura de la producción, hay algo más hondo, intangible y perverso que la continua dilapidación de los esfuerzos, la obstrucción de las iniciativas, el cierre de fuentes de producción y trabajo, la corrupción sistémica, la pérdida de competitividad y el aumento de la pobreza. Se trata del triunfo de la desesperanza y la destrucción del tejido social. Nadie puede decir con certeza cuán profundo es el daño inferido y cuánto tiempo llevará remontar la cuesta. Pero hoy parece posible lo que hasta ayer era improbable.

Como tantas otras sociedades que han pasado por experiencias iguales o peores, la Argentina necesita objetivos claros que perseguir y acuerdos para alcanzarlos; se requieren estímulos y motivaciones para recuperar la tonicidad pública y articular voluntades dispersas.

Hoy nos encontramos en un histórico momento de ruptura, tensionados entre las viejas inercias y las nuevas demandas. La política misma se parte y reagrupa. La sociedad acusa y reclama; todo gira con vértigo hacia formas todavía difusas. Hay, en rigor, poco que conservar. La decadencia, la frustración, la vergüenza, la postración, la incoherencia, el fracaso no son valores a defender y preservar, sino algunos de los principales síntomas de la enfermedad argentina.

En esta situación, muchos compatriotas hacen fila para dejar el país, mientras el grueso exige cambios de conceptos y conductas que actúan como precipitantes de los acontecimientos. Así, los dirigentes políticos lúcidos urgen reformas que aligeren el peso insoportable del sector sobre las espaldas escasas de la ciudadanía. Es tiempo de testimonios. Los discursos ya no bastan, hay hartazgo de palabras huecas.

En los órdenes nacional y provincial, en poderes ejecutivos y legislativos surgen iniciativas que, aunque todavía chocan contra las murallas de la vieja política, poco a poco comienzan a horadar la roca. Por su parte, muchos magistrados, conscientes de la falta de credibilidad de la Justicia, también están empeñados en dar batalla para recobrar el malbaratado prestigio institucional.

Es lo que ocurre con algunos sospechados jueces federales de Buenos Aires que, luego de los duros golpes sufridos por la institución -casos Branca, Trovato, Tiscornia, Liporaci-, buscan asirse a los principios del derecho y tomar distancia de los influjos de la política que han contaminado su accionar y pulverizado el crédito público del que antes disponían.

En ese marco se entiende la renovada fuerza que ha tomado la investigación judicial por el desvío de armamentos hacia Croacia y Ecuador, caso que involucra al gobierno de Carlos Menem y que implica, además de presuntos negocios ilícitos, flagrantes violaciones a las relaciones internacionales. Basta recordar que las operaciones se realizaron cuando cascos azules argentinos -integrantes de las fuerzas de paz de las Naciones Unidas- actuaban en Croacia y mientras la Argentina era uno de los garantes del tratado de paz entre Ecuador y el Perú. Por lo tanto, ambos hechos, develados en buena medida por el periodismo nacional, constituyen un bochorno sin parangón en la historia de los vínculos de la Argentina con el mundo.

El cóctel de violaciones al Código Penal, agravado por el descarado empleo del aparato estatal, ha movilizado a sectores sanos de la Justicia y empujado a jueces dudosos a cumplir con sus obligaciones. Por esas razones, Emir Yoma, alter ego de Carlos Menem, está detenido. Es un caso clave en el que se cruzan los hilos de la oscura trama del poder que sumió al país en la penosa experiencia de venderle el alma al diablo. La Argentina, insoportablemente endeudada y moralmente quebrada, tiene ahora la oportunidad de mirarse al espejo y ver en lo que se ha convertido. Por fuerte que sea el espanto, no hay mejor remedio que asumir la realidad e iniciar el cambio.

Sin embargo, no será fácil. Hay pactos políticos de vieja data, historias personales y compromisos de todo tipo que ligan a dirigentes de distintos signos en el desastroso resultado que ensombrece las expectativas de la ciudadanía.

Carlos Menem habla de traición y pide que no lo abandonen. No clama por el cumplimiento de la ley y el esclarecimiento de graves ilícitos. Sus palabras suenan extrañas en labios de un ex presidente constitucional. Pero -a la vez- son más reveladoras que un expediente. En el terreno estatal, la lealtad y la traición son categorías ambiguas, dominadas por el sentimiento y asociadas con estadios primitivos de organización. Su sentido suele estar dado por códigos de grupo atados a las necesidades, subjetividades y arbitrariedades propias de estructuras cerradas y verticales, allí donde hay un jefe en vez de un mandatario.

En ese tipo de esquema, la sumisión desplaza al principio de igualdad ante la ley, el favor ocupa el lugar del derecho y la orden personal reemplaza al deber legal; hay amigos -o secuaces- en vez de ciudadanos; una ``orga'' se erige en el sitial del Estado, no hay otros límites que la voluntad del ``mandón'' y una periodicidad variable que depende de los tiempos de la traición y la muerte. Faccional, lucrativa para sí y destructiva para los demás, esta clase de organismo crece rápidamente cuando logra parasitar en el cuerpo del Estado. En tal supuesto, se parece más a una satrapía de Oriente que a una moderna organización constitucional.

La Argentina ha perdido el lugar que alguna vez tuvo en la reducida lista de países civilizados. La acumulación de errores y la cristalización de conductas primitivas e indescifrables le han quitado el crédito externo e interno. Imprevisible, insegura, cualquier cosa puede suceder en ella. Y eso cuesta caro. Así lo expresan las altas tasas de los préstamos y, lo que es peor, la aguda y extendida desconfianza de la gente, fenómeno social que fisura los pilares de la política y deslegitima al poder institucional.

Hemos tocado fondo. Y hay reacciones. Eso es bueno en medio de tanta angustia y desencanto. En distintos ámbitos, hay personas e instituciones que empiezan a decir basta. La Justicia es una de ellas. Y el caso de las armas, el test fundamental. Si se avanza en su esclarecimiento, quiere decir que otro país es posible. Por eso es necesario encender la alarma general en las conciencias y estar alertas para impedir cualquier intento de espurios pactos de silencio.