Opinión: OPIN-02 La lógica imperial de Kissinger
Por Rogelio Alaniz


En un reciente artículo publicado en los principales periódicos del mundo, el ex secretario de Estado, Henry Kissinger justifica la ofensiva militar contra Irak en nombre del clásico imperativo moral yanqui y su evidente poderío militar de gran potencia.

Kissinger recupera en este texto la idea de los Padres Fundadores de su país a favor de un orden moral planetario planteado como una lucha entre el bien y el mal. Este punto de vista -de visible filiación religiosa- lo contrapone al típico concepto de seguridad nacional desarrollado por las potencias europeas.

A continuación, el mítico "señor K" se dedica a hacer una serie de consideraciones históricas y políticas acerca de los cambios que se han producido en el mundo y las características de la llamada amenaza terrorista. Kissinger está seguro que Saddam Hussein representa un peligro para Estados Unidos y la humanidad y, por lo tanto, la única respuesta posible es de carácter militar.

Según su opinión, lo deseable sería lanzar el ataque en nombre de la ONU, pero si esto no se logra, a Estados Unidos no le quedará otra alternativa que iniciar solo la guerra preventiva. Con descarnado y brutal pragmatismo, pero también con su reconocida inteligencia, el notable y curioso Premio Nobel de la Paz dice dos cosas: "Por ser país más poderoso del mundo Estados Unidos tiene una capacidad unilateral especial para implementar sus convicciones" y "Estados Unidos -como cualquier gran potencia- se reservará el derecho de actuar solo", aunque luego para suavizar semejante afirmación sostenga que "esto sería un insigne fracaso de cincuenta años de política atlántica".

O sea que, el poderoso señor K considera que George W. Bush debe realizar todos los esfuerzos posibles para convencer a la ONU sobre la justicia de su causa, pero si este objetivo no se logra, debe dar por iniciada la guerra contra Irak. Como diría doña Tota: "más claro echale agua".

Solo o acompañado, Estados Unidos ya tomó su decisión y nadie ignora que dispone del poderío militar necesario como para darse el lujo de actuar de ese modo. Si esto fuera así, lo correcto y lo práctico sería desmantelar todas las organizaciones internacionales -empezando por la ONU- y dejar que los yanquis hagan lo que se les dé la gana.

Lo que le otorga densidad al discurso de Kissinger es el brillo imperial que se desprende de sus palabras. Pocas veces un vocero imperial ha expresado con tanta claridad la lógica implacable de poder de una gran potencia. Los argumentos están tan bien encadenados las premisas y las conclusiones funcionan con tanta perfección que al lector no le queda otra alternativa que adherir, porque también en los discursos la fuerza descarnada del poder ejerce su irresistible seducción.

La consistencia de Kissinger reside en su elaborada capacidad intelectual para expresar los puntos de vista más típicos de los halcones. Mientras George W. Bush dice que quiere ir a la guerra porque Saddam Hussein quiso matar a su papá, Kissinger teoriza acerca del nuevo rol de los estados nacionales y argumenta tomando como referencia crítica la paz de Westfalia y el nuevo orden internacional.

De todas maneras, no todos los norteamericanos y no todos los republicanos -para no ser tan general- están de acuerdo con lo que se quiere hacer. Desde Colin Powell a Noam Chomsky se extiende un amplio abanico que desconfía o repudia las acciones militares emprendidas en nombre de abstracciones tales como la patria, el bien o el mal o el terrorismo.

En Europa las reticencias a acompañar a Estados Unidos en esta aventura son cada vez más fuertes y, en más de un caso, se expresan en abiertas disensiones. Sin ir más lejos, hace una semana Schroeder ganó las elecciones prometiendo al electorado que Alemania no iba a sumarse a la campaña guerrera contra Irak.

La principal pregunta que se le debe hacer a Kissinger es si su concepción de imperio o gran potencia se compadece con el funcionamiento del actual orden internacional. El ex secretario de Estado de Nixon presenta a un imperio contemporáneo que respondería más a la época de Julio César o Carlomagno que a los tiempos modernos.

Alguien podrá decir que el poder de las grandes potencias en la historia fue siempre el mismo. La afirmación es funcional a los intereses actuales de Estados Unidos pero no es necesariamente verdadera. El mundo ha cambiado desde los tiempos de Julio César, y si bien la prepotencia del poder se mantiene, convengamos que el gran esfuerzo de los hombres de buena voluntad ha sido ponerle límites a esa soberbia imperial.

No estamos en tiempos de Atila y Gengis Khan. Un orden mundial razonable y pacífico reclama de controles y límites, de acuerdos y diferencias en un marco de reglas de juego cada vez más compartidas. La lucha de la humanidad desde los tiempos antiguos se ha orientado a lograr un mundo más habitable y justo. Muchos de estos objetivos no se han logrado, lamentablemente los fracasos han sido más estruendosos que las victorias, pero el desafío persiste no sólo porque así lo indica el progreso moral, sino porque en más de un caso lo que se pone en juego es la supervivencia de la humanidad.

Ocurre que Inglaterra, Alemania, España, Italia y los principales diplomáticos del mundo piensan que Saddam Hussein es un dictador detestable, pero sus embajadores han aprendido a desconfiar de los argumentos morales del imperio, porque es la experiencia la que les ha enseñado que esa ofensiva moral nunca hizo otra cosa que encubrir las apetencias de dominación económica y política.

Saddan Hussein es un peligro, pero no era muy diferente en 1992 cuando el padre del actual presidente decidió mantenerlo en el poder al precio de reprimir y asesinar a los kurdos y a la disidencia religiosa interna. ¿Por qué antes no y ahora sí? sería la primera pregunta. ¿O acaso no será que la actual crisis financiera que sufre Estados Unidos es lo que decide? ¿O no será que el petróleo es un buen negocio para EE.UU. y la familia Bush? ¿O no será que la guerra sigue siendo una excelente oportunidad para hacerle ganar una muy buena plata a las corporaciones económicas ligadas al complejo bélico-industrial?