Opinión: OPIN-03 Cuando aparecen los problemas más importantes

Por Joaquín Morales Solá


Son sólo sombras por ahora. Pero los conflictos sustanciales del país han comenzado en los últimos días a mostrarse, vagamente, ante los ojos de Néstor Kirchner. Abalanzarse contra Julio Nazareno y Luis Barrionuevo, ambos tan desacreditados como indefendibles, fueron, al fin y al cabo, trámites rápidos.

En cambio, otros problemas tienen dimensiones y complejidades de tamaños oceánicos. Despuntaron la vacilante economía y su reinserción en el mundo, las secuelas entre los militares por las violaciones a los derechos humanos en la década del '70, y las primeras arritmias en el corazón del peronismo por la aparición de un presidente con una pavorosa vocación de poder.

Kirchner es un transgresor sin remedio y no está dispuesto a hincarse ante el altar de la estructura peronista. Tal vez haya captado el mensaje de la sociedad en el último día de elecciones, cuando pulverizó en un mismo acto a los líderes históricos de la democracia argentina, Carlos Menem y Raúl Alfonsín. La democracia le debe un favor a la Argentina por haber perdonado tantos errores, disparó el jefe del Gabinete, Alberto Fernández, en el Senado, el sancta santorum de la corporación política.

¿Es cierto que el presidente, decidido a cabalgar a horcajadas de la nueva política, quiere desafiar a los candidatos de su propio partido? Depende del lugar desde dónde se mire ese fárrago de candidaturas y de ambiciones. Es razonable que Ramón Puerta, en Misiones, que Carlos Soria, en Río Negro, o que los peronistas de la capital sientan que un kirchnerismo embrionario les está carcomiendo sus candidaturas, productos éstas de decisiones orgánicas del justicialismo. En cada uno de esos casos hay opciones electorales distintas que responden al presidente.

La lógica política es diferente muy cerca de Kirchner. ¿Acaso en muchos distritos no se explayaron el 27 de abril los dos proyectos que conviven en el justicialismo, el de centroderecha de Menem y el progresista de Kirchner?, dicen. ¿No ha sido Kirchner el que redescubrió el gen progresista del peronismo? En tal caso, ¿debería matarlo ahora para renovarle la vida a las ideas discrepantes? Lo que está pasando en muchas provincias es la consecuencia de lo que ya pasó, razonan.

El argumento ideológico reconoce un precedente más práctico: Puerta y Soria jugaron contra Kirchner en las elecciones presidenciales. Mauricio Macri, en la capital, contiene, a su vez, a la vieja estructura local del peronismo menemista. Menem es el adversario definitivo de Kirchner. Pero Aníbal Ibarra es un político que el peronismo no digiere fácilmente; ni siquiera Felipe Solá quiere compartir esa apuesta presidencial.

íHegemonía!, grita el justicialismo no kirchnerista cuando percibe que el presidente aspira a convivir sólo con los propios, peronistas o no.

El caso de la provincia de Buenos Aires es distinto. Kirchner no tiene allí más alternativa que la candidatura de Felipe Solá, pero chocó con un espíritu tan volcánico y espontáneo como el suyo. A Solá no le gustó que el presidente se comprometiera a crear una comisión investigadora por el crimen, hace un año, de los dos jóvenes piqueteros en Avellaneda.

Sin embargo, el problema de Kirchner en Buenos Aires no es Solá, sino algunos barones del conurbano, empapados durante décadas de una ideología distinta a la del presidente y sus hombres.

Ellos, por ejemplo, preferirían decisiones presidenciales que tranquilizaran a los militares. Los uniformados tienen dos problemas. La irresolución judicial sobre las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y la eventual modificación de la política que impedía la extradición a otros países de militares acusados de haber violado los derechos humanos.

La vieja Corte Suprema trató de negociar las leyes. En febrero último había ocho votos en el tribunal en favor de la constitucionalidad de esas leyes (declaradas inconstitucionales por varios jueces y cámaras) y un voto, el de Enrique Petracchi, que proponía que fueran consideradas antes por la Cámara de Casación.

Pero en las últimas semanas las cosas cambiaron. Carlos Fayt, Adolfo Vázquez, Gustavo López y Julio Nazareno se sumaron al criterio de desviar primero la resolución a Casación. Vázquez llevó la voz cantante ante la Corte cuando anunció que la mayoría estaba formada. Si quieren otra cosa, que la pidan, estalló. ¿Qué deberían pedir? ¿Quién debería hacerlo? ¿El gobierno acaso? El problema planteado por esas leyes se reabrió en la Justicia y allí debe ser resuelto.

Nazareno ya no está y, por lo tanto, aquella mayoría ya no existe. El destino de esas leyes es importante para responder a un argumento de peso de los jueces extranjeros: o los militares acusados son juzgados en la Argentina o deberán serlo en el exterior.

El exterior es el otro problema. Tres ministros participan del conflicto. El de Defensa, Pampuro, tiene la misma opinión de sus viejos compañeros bonaerenses: debe ratificarse la política histórica de no extraditar a militares argentinos. El canciller Bielsa estudia el problema legal del derecho y del revés y debió zambullirse, también, en los distintos tratados de extradición existentes con diferentes países. El de Justicia, Beliz, hurga en la relación de fuerzas judicial. El presidente no tomó aún una decisión política y, por eso, sus ministros oscilan.

Bielsa se propuso hablar por teléfono con Colin Powell una vez cada tres o cuatro días y le ordenó a sus diplomáticos cerrar todos los acuerdos posibles en América, en Europa, en Asia o en Africa. La Argentina debe estar en todas partes y retomar el papel que tuvo en el mundo, les ordenó. Brasil es un amigo incomparable para el gobierno de Kirchner, pero la Argentina debe tener su política exterior independiente, instruyó.

La respuesta no demoró en llegar: el jefe de la Unión Europea, el italiano Romano Prodi, un viejo amigo de la Argentina, ponderó ante Kirchner que las tratativas de Europa con el Mercosur constituyen la negociación birregional más importante que tienen los europeos.

El trabajo de Bielsa es decisivo para Roberto Lavagna, que hasta ahora debió remar solo en un mar bárbaro y desamparado. Es extraño, pero Horst Kšhler estuvo en Buenos Aires y se fue satisfecho después de que el presidente hiciera gala de su fama de negociador frontal y duro, durísimo, ajeno por completo a la coreografía protocolar. Pero es también un cumplidor fiable de sus pactos, según el testimonio de ex funcionarios de Menem y de De la Rúa, que trataron con él cuando era gobernador.

Quisiera que firmemos un acuerdo y que no nos veamos seguido. Estoy cansado de ver la cara sonriente de los funcionarios del Fondo cuando se van tras la firma de un acuerdo y, tres meses después, la cara de enojados porque la Argentina no cumplió. Esa lógica de Kirchner, dicha ante el jefe del FMI, borró las discusiones previas con el presidente. Esa es también su lógica.

El marco político de la negociación ya se concertó con Kšhler: un acuerdo de tres años que debe incluir la seguridad jurídica, la normalización del sistema financiero, los contratos y las tarifas de las empresas privatizadas y el estado de las provincias y la coparticipación federal. Resta ahora la letra chica, más compleja, menos traumática.

¿Muchos conflictos? Demasiados. Todos bailan en el aire. A Kirchner le gusta desafiar la ley de la gravedad. Ese arte sirve sólo para un tiempo breve, apenas transitorio.

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