Opinión: OPIN-02 Default externo y default social
"El salvaje sabe más de las condiciones económicas y sociales de su propia existencia que el civilizado de las suyas". Max Weber.


Las negociaciones que el gobierno nacional mantiene con los acreedores externos importan a todos los argentinos. Lo que se conversa en los elegantes y discretos despachos de Miami, Nueva York o Washington no son abstracciones. La vida cotidiana de los argentinos, del presente y del futuro, se está decidiendo en estas semanas en las sigilosas y herméticas conversaciones que llevan a cabo impolutos y sonrosados funcionarios y financistas.

Podemos discutir matices, detalles o tonos de voz, pero lo que no se puede negar es que la orientación general del gobierno es afín al interés nacional y que en estos temas no hay mucho espacio para la neutralidad o para pensar el conflicto con la mentalidad de los acreedores.

Hace más de cien años, un presidente argentino dijo que la deuda se pagaría sobre el hambre y la sed de los argentinos. Hoy, por varios motivos, nadie está dispuesto a consentir ese exabrupto, entre otras cosas porque, quienes fanfarroneaban con semejantes sacrificios no eran precisamente los que luego habrían de sufrir hambre y sed. Y, además, porque a fines del siglo XIX -en otras condiciones económicas y culturales- esa bravata se podía sostener ante un pueblo resignado a aceptar las decisiones de los que mandaban, ya que nadie ponía en discusión la legitimidad de la deuda.

En la Argentina del siglo XXI el contexto es otro. La deuda externa es una de las más abultadas del mundo. El mecanismo de adquisición de esa deuda está discutido y, si bien el principio de continuidad jurídica se acepta, y por lo tanto se está dispuesto a pagar, también los organismos financieros han admitido a regañadientes, a través de algunos de sus calificados voceros, que ellos también se equivocaron a la hora de otorgar préstamos y definir estrategias financieras.

La Argentina es un país quebrado y empobrecido que está decidido a negociar todo lo que sea necesario pero que, a diferencia de los tiempos de Nicolás Avellaneda, no está dispuesto a pagar sobre el hambre y la sed de sus empobrecidos habitantes, porque si ésa es la moneda de pago, hay que decir que hace rato que se viene pagando.

Está de más aclarar que estos escrúpulos responden a un imperativo humanista pero, básicamente, obedecen a exigencias prácticas, ya que enterrado en la miseria, ningún deudor en el mundo puede cumplir con sus compromisos. Hoy a la deuda externa no se la desconoce por razones ideológicas o en nombre de irredentas revoluciones populares. Por el contrario, se la acepta, pero se le recuerda a los acreedores sus propias responsabilidades. El gobierno nacional no está dispuesto a apartarse de la legalidad internacional, pero tampoco está decidido a continuar con el paradigma de las relaciones carnales, en donde la única lógica existente parecía ser la de los acreedores.

No hay lugar para las exigencias de la izquierda paleolítica ni para las pretensiones de una derecha que no está dispuesta a admitir su propio fracaso y se niega a reconocer que, al ritmo de la renovación de los ciclos económicos, el mundo está cambiando. Se trata de negociar atendiendo al principio básico de todo estadista: la defensa del interés nacional.

Al respecto, ya se sabe que así como no es aceptable pensar como un paranoico y creer que el mundo se ha puesto de acuerdo para perjudicarnos, tampoco se admite la ingenuidad de creer que vivimos rodeados de ángeles o que la lógica financiera internacional no tiene sus propias perversiones y que, en más de un caso, el interés de algunos de sus protagonistas está en contradicción con nuestro interés nacional. Desde los tiempos de Metternich, Talleyrand, Bismarck o Clemenceau, este es el abc de las relaciones diplomáticas.

"El hecho de que no seas paranoico no quiere decir que no te vigilen", decía Woody Allen. Es que el rechazo a las teorías conspirativas no habilita a desconocer la existencia de los fondos buitres y la especulación inescrupulosa de grupos financieros cuyos intereses están en abierta confrontación con nuestro interés nacional.

Puede que el presidente por allí haga declaraciones demasiado estridentes; puede que a veces se hable demasiado y se caiga en algunas exageraciones; puede que no sea un hallazgo histórico feliz comparar esta negociación con la guerra de las Malvinas, aunque más no sea porque en términos prácticos a nadie se le ocurriría animar a su propia tropa con el recuerdo de una derrota pero, más allá de estos detalles, hay un amplio consenso a favor de una estrategia basada en aceptar la deuda y discutir sus modalidades de pago.

Lo que sucede es que años de relaciones carnales y alineamiento automático provocan la sensación de que estas pequeñas refriegas verbales con algunos funcionarios internacionales nos colocan al lado de Fidel Castro o el subcomandante Marcos cuando, en realidad, la Argentina ofrece cumplir todos sus compromisos exigiendo a cambio la consideración que todo deudor le pide a su acreedor; que lo deje reponerse económicamente como condición necesaria para afrontar el pago.

A los que con sospechosa ligereza acusan al gobierno de enfrentarse con el mundo, habría que recordarles que el compromiso de la Argentina de pagar hasta el tres por ciento de su PBI es el más elevado de los últimos cuarenta y cinco años. Respecto de la satisfacción de los tenedores de bonos, bueno es saber que fue el propio Paul O' Neill quien admitió en algún momento que en el mundo financiero la ecuación dice que a mayor ganancia mayor riesgo, axioma que conocían muy bien las consultoras y bancos internacionales, al punto que hasta los vendedores de praliné sabían que los bonos argentinos -que estaban dando un interés del quince por ciento, cuando en Suiza o en Estados Unidos esa ganancia apenas superaba el uno por ciento- respondían a una realidad que anticipaba a gritos la inminencia del default o algo parecido.

Comprometerse, entonces, a una quita del setenta y cinco por ciento, no es un ataque a la propiedad privada o una estafa a algún jubilado distraído, sino la respuesta posible y razonable hecha sobre la base de los antecedentes y la experiencia de la actual realidad financiera. "Si alguna vez ves saltar a un banquero por la ventana, salta detrás. Seguro que hay algo para ganar", aconsejaba Voltaire.

Default financiero y default social son hoy en la Argentina las dos caras de la misma moneda. Uno produjo al otro y entre los dos se alimentaron y se siguen alimentando mutuamente. Un país con el cincuenta por ciento de la población por debajo de la línea de la pobreza y con índices escandalosos de desocupación y marginalidad, es un país quebrado cuyos ciudadanos deben interrogarse sobre las causas que los arrastraron a esta situación.

Está claro que la solución de la inflación y el desequilibrio fiscal no fue el endeudamiento. Por el contrario, las deliberadas políticas de endeudamiento no sólo representaron y representan una formidable transferencia de recursos desde la periferia al centro y desde los sectores de menores recursos a los grupos financieros más concentrados, sino que esa deuda no se tradujo en una reactivación de la producción.

El saqueo sufrido por la Argentina por parte de los grupos financieros locales y externos sigue siendo tema de investigación de los cientistas sociales de las principales universidades del mundo. Se puede o no llorar sobre la leche derramada, pero lo que no se puede hacer es persistir con las mismas fórmulas que nos arrastraron a la catástrofe. "Es estúpido esperar resultados diferentes de las mismas causas", le gustaba decir al señor Einstein.

Por lo tanto, una política correcta respecto de la negociación de la deuda externa debe ir acompañada de estrategias que impidan que el sistema que permitió el endeudamiento se reproduzca. La tarea no es sencilla; las resistencias de los intereses creados son muy poderosas, las erráticas políticas económicas aplicadas por los gurúes del neoliberalismo y los populistas criollos se siguen vendiendo como mercadería de buena calidad y las transformaciones culturales y políticas que hay que realizar son de mediano y largo plazo y -por lo tanto- es muy difícil apreciar sus resultados de un día para el otro. A Winston Churchill le gustaba decir: "Me gustaría vivir eternamente para ver cómo dentro de cien años los políticos cometen los mismos errores que yo". Esperemos que, para nuestro caso, el estadista inglés se haya equivocado.

Rogelio [email protected]