Opinión: OPIN-01

El plan provincial de seguridad y justicia

El plan de seguridad y justicia lanzado por el gobierno provincial intenta articular una serie de medidas meramente operativas, urgidas por la necesidad, con otras que se fundan en definiciones políticas y apuntan a integrarlas en criterios con un rango que los distingue de los tradicionalmente sustentados.


El diagnóstico que sirve como punto de partida no es, en cuanto a los elementos que lo componen, diferente a lo que el discurso oficial y la percepción social han recogido en los últimos años: nuevas formas delictivas, figuras que no acaban de encajar en la tipología establecida, complejidad creciente, extendida marginalidad y descomposición del tejido social como caldo de cultivo, fuerte presencia de la droga -en sus niveles de narcotráfico y consumo-, violencia inusitada e injustificada.

En buena medida, las premisas básicas coinciden con las ensayadas en el anterior período de gestión de las actuales autoridades, corregidas y adaptadas a las exigencias más recientes. No obstante, el discurso oficial exhibe una variación que va mucho más allá de los matices: "La gente tiene miedo, y tiene razón", disparó el ministro de Gobierno, a manera de prólogo de la presentación en sociedad del ambicioso programa. El contenido de la afirmación es alarmante, pero supone un sinceramiento más tranquilizador que las consabidas alusiones a la "sensación de inseguridad" que se esgrimieron en ocasiones anteriores, con el aparente propósito de relativizar la magnitud del problema.

En rigor, el pretendido "plan" es más bien una agrupación de medidas de diverso cuño y relevancia, algunas de ellas difíciles de evaluar a priori, por cuanto su eficacia dependerá exclusivamente de la manera en que se lleven a cabo. Por caso, las instancias de articulación previstas o la creación de comisiones u organismos burocráticos.

No obstante, se advierten determinadas líneas de acción distintivas y apreciables: la decisión política de invertir en las fuerzas de seguridad y el servicio de Justicia, el propósito de avanzar -con reformas estructurales- hacia una policía más profesional y democrática, la vocación por realizar un abordaje integral de la problemática, sus causas y derivaciones.

En el primer aspecto, la necesidad de incrementar los recursos humanos y materiales disponibles para afrontar con mayores posibilidades de éxito el combate contra el delito -tanto en la desarticulación de sus variantes organizadas, como en el seguimiento y prevención de aquéllas que afectan la vida cotidiana de la comunidad-, tiene un carácter tan indudable como imperioso, por frustrante que resulte si se lo analiza en términos de sociedad o incluso de proyecto de Estado.

A la luz de este crecimiento cuantitativo de la Policía, cobra particular relevancia la estrategia de mejorar su calidad humana y profesional y garantizar su estricta sujeción a la autoridad política, el Estado de derecho y las garantías constitucionales. En tal sentido, la intervención en los programas de formación y la reestructuración de la fuerza con criterios funcionales y orientados a propiciar la superación permanente -relegando diseños adaptados al mantenimiento de privilegios y espacios de poder-, es una apuesta cuyos frutos recién podrán ser recogidos a mediano y largo plazo. Por ello resulta destacable su puesta en juego, por encima del cortoplacismo que suele presidir las concepciones de gestión de nuestra clase política.

El objetivo final está dirigido a un plazo aún más largo. Y, aunque su traducción busque verificaciones concretas un tanto menos mediatas, lo cierto es que apunta al corazón del problema de fondo y es un propósito que excede con mucho las posibilidades de un mandato de gobierno. Trabajar sobre la base de la contención social, la educación y la cooperación para lograr la reinserción y evitar la caída en el mundo del delito, son apenas las primeras puntadas para reconstruir una trama de valores que, con el tiempo, se ha disgregado y corrompido, hasta quedar reducida a una madeja de hebras enredadas. En cualquier caso, no se trata de una empresa desdeñable por ímproba, sino prioritaria por su condición vital.

Que el programa presentado no se agote en una pomposa y vacua declaración de buenas intenciones, o, en el mejor de los casos, en una sucesión de remiendos mal integrados, es responsabilidad primera de las autoridades que lo elaboraron y se comprometieron con él. Pero también de toda la sociedad, cuyo legítimo clamor requiere una respuesta contundente, pero también conlleva la responsabilidad de asumir un papel activo en su gestión efectiva.