Retrato de una amiga

Andaba yo sufriendo el primer recreo de mi primer día de secundaria. Me sentía desarraigada del grupo humano con el que había compartido seis años, hasta el quinto primaria, y veladamente rechazada por mis nuevos compañeros que me miraban con recelo. Estaba literalmente perdida, desalentada y petrificada en medio del patio cuando Chuchi se acercó a mí y con voz muy dulce me preguntó: "¿Te sucede algo?". No pude contestarle, mi garganta estaba hecha un nudo y luchaba por no dejar que las lágrimas me comenzaran a correr por la cara. -Vení, me llamo Chuchi Morandi... y compartió conmigo el pan de la refacción. -íQué rico!, le dije. -Sí, contestó ella, me lo preparó la tía Palmira. Nunca un pan compartido me supo tan rico.

Así, a la luz de su generosidad se gestó nuestra amistad, que duró toda la vida a pesar de la distancia. Siempre sentí por Chuchi ese respeto que se profesa a alguien que te rescata de un momento difícil. Y cuando descubrí sus otras virtudes, nunca dejó de ser para mí el modelo de estudiante, persona y más adelante docente que yo aspiraba a ser. Hasta hubiera querido parecerme a ella físicamente.

No recibíamos clase en la misma aula. Yo esperaba el recreo para juntarme con ella y hasta obligué a mi madre a hacerme panes para retribuirle el gesto. A ambas nos tocó vivir la última fase del modernismo, de manera que pronto descubrimos que teníamos muchas cosas en común: a las dos nos gustaba leer, estudiábamos piano, adorábamos a Chopin, memorizábamos los poemas de Neruda, Machado, Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral, llevábamos un cuaderno donde copiábamos los versos que más nos gustaban, y ensayábamos nuestras propias líneas. Y hasta hablábamos de filosofía. Comenzábamos a pensar en cambiar el mundo para construir uno mejor, lleno de poesía y de amor. Y andábamos en la búsqueda de los pensadores más avanzados y audaces del momento. Muchos años después, cuando uno de mis hijos la tuvo de profesora de filosofía en la Escuela Normal, supe que ella animaba a sus alumnos a leer a Sartre.

Un día, finalmente le pedí que vaya a mi casa. Entró con ese gesto de modesta reticencia que la caracterizaba, y tuve que animarla a completar el zaguán que separaba la puerta de calle, de la puerta cancel, porque se sentía intimidada. Acaso porque sabía que allí vivía un poeta, mi padre, o acaso porque el ambiente de mi casa era muy pulcro, un tanto solemne y la luz que pasaba por los vitrales de la mampara de la sala lo teñía de un color azul verdoso no muy acogedor.

Por fin se sentó en un sillón frente a la chimenea, puse el disco de la Sonata Apassionata de Beethoven y la invité a subir las gradas de granito que conducían al escritorio de papá. -Vení a ver la alfombra donde me tiro a leer en la siesta y el lugar donde se encierra papá cuando escribe o cuando nos quiere regañar, aconsejar o reconvenir porque hemos perdido el rumbo..., le dije en el afán de que se introdujera en mi mundo.

Chuchi se paró en el vano de la puerta y sus grandes ojos recorrieron las paredes cubiertas de libros. Puso su mano sobre la boca y se tragó un prolongado suspiro de asombro.

Al correr de los años, cuando le tocó organizar su propia casa, le pidió al carpintero que le fabricara una librera que cubriera por completo las paredes de su estudio para reproducir la biblioteca que la había impresionado. Lo descubrí la primera vez que viajé desde Guatemala, donde vivo, a Esperanza. Llamé a su puerta y me condujo a su lugar de trabajo y señalando con su índice hacia adentro me dijo: "Mirá, la biblioteca de tu padre...". Le sonreí y pensé que ese detalle nos convertía en hermanas.